martes, 3 de marzo de 2009


LA PATRIA SIN ALIMAÑAS...Sobre el Racismo que Perdura


7 de Agosto de 2000
Por MARIO VARGAS LLOSA
La Patria Sin Alimañas
EN la noche entre el 10 y el 11 de junio, a la 1 y 30 de la madrugada, el mozambiqueño Alberto Adriano se despidió de un amigo con el que había visto un partido de fútbol en la televisión y emprendió el regreso a su casa, a pocas cuadras de distancia. A estas horas las calles de Dessau, en Alemania Oriental, suelen estar desiertas, pero Alberto -39 años, residente legal, casado con una alemana y padre de tres hijos de ocho, tres años y cinco meses, y empleado en el camal de la ciudad como embalador- se encontró de pronto, a la orilla del parque que debía cruzar, con tres jóvenes ruidosos. Cuando advirtió que las canciones que cantaban pedían "limpiar a la patria de alimañas" ya era tarde para huir. Los tres jóvenes llevaban las cabezas rapadas y tatuajes en los brazos, y se habían conocido pocas horas antes, en la estación de tren de Dessau. El mayor de ellos, Enrico Hilprecht, de 24 años, aprendiz de panadero, había sido ya procesado por robo. Los otros dos, de 16 años -por ser menores de edad, la policía calla sus nombres-, desde que abandonaron el colegio, vagabundeaban. Los tres habían participado en mítines y marchas contra los inmigrantes que grupos nacionalistas y neonazis organizan con frecuencia en la antigua Alemania comunista, y, sobre todo, en las regiones de Turingia y Sajonia-Anhalt, y presumiblemente esta afinidad propició su amistad, que sellaron con jarros de cerveza. Encontrarse con una "alimaña" de carne y hueso en ese amanecer solitario de Dessau, debió parecer a los eufóricos patriotas un regalo de los dioses. Según confesaron después, el mozambiqueño trató por todos los medios de aplacarlos y no intentó siquiera defenderse, Hiltricht lo sujetó de los brazos por la espalda, mientras sus dos amigos lo rociaban de puntapiés y puñetazos. A los cinco minutos, Alberto Adriano se desplomó, inconsciente.
Pero ellos siguieron golpeándolo un buen rato, y luego lo arrastraron al parque, donde lo desnudaron y sembraron sus ropas en torno al guiñapo en que lo habían convertido. La policía los encontró junto a su víctima, todavía cantando tonadas racistas. Adriano falleció tres días después en el hospital, sin haber recuperado el conocimiento. Ante el tribunal que los juzgó, los victimarios han mostrado una absoluta indiferencia sobre su suerte. Los dos menores irán a una correccional por nueve años, pero Enrico Hilprecht, para quien el fiscal había pedido 20 años, ha sido condenado a cadena perpetua. Alemania no es un país donde se incremente la delincuencia callejera. Por el contrario, como muestra un reciente artículo de Claus Peter Müller en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (23 de agosto), en los últimos años ha experimentado una disminución progresiva de crímenes, atracos y otros hechos delictuosos, tanto en las regiones orientales como occidentales. Con, eso sí, una grave excepción: la de los delitos raciales, en contra de los inmigrantes de toda etnia y religión. Éstos han venido aumentando de una manera sistemática, sobre todo en los estados de la antigua República Democrática, con ataques contra las residencias de refugiados, atentados en sinagogas y mezquitas, palizas, asesinatos y destrucción de comercios y hogares de africanos, asiáticos, judíos y europeos no germanos. Luego de la bomba que estalló en Düsseldorf el 27 de julio, dejando un saldo de diez extranjeros como víctimas, seis de ellos judíos, el propio gobierno ha encabezado una campaña contra el odio racial y el extremismo nacionalista, una de cuyas consecuencias podría ser la disolución del Partido Nacional Democrático, uno de los grupúsculos neonazis más histéricos en su prédica contra los inmigrantes. Esta prohibición provoca un ácido debate en el seno de la coalición gubernamental, en la que algunos dirigentes de los Verdes, por ejemplo Claus Leggewie, temen que la medida sea contraproducente y sirva más bien para rodear de una aureola heroica al PND. (Éste, en un comunicado, ha hecho saber que desde que comenzaron a circular los rumores de su prohibición, las adhesiones se han multiplicado). El racismo es un ingrediente esencial del nacionalismo, aunque éste, en sus expresiones menos beligerantes, se camufle detrás de una máscara tolerante y democrática. No se puede sostener, de un lado, que la pertenencia a una nación constituye un signo de identidad que hermana y define a una comunidad como un ente soberano y único, y, de otro, negar que semejante creencia conlleve unos gérmenes inevitables de discriminación y exclusión contra quienes, por el color de su piel, la lengua en que se expresan, el dios al que rezan o sus simples convicciones, atentan contra aquella homogeneidad y unidad que postulan los nacionalistas y son una prueba viviente de la irrealidad de semejante doctrina. Por eso, la violencia persigue como su sombra a las teorías nacionalistas, una "cultura" que prende con facilidad en las gentes incultas, en pobres diablos como los tres cabezas rapadas de Dessau, a los que, si no fueran eso -patriotas- no serían sino tres pobres ruindades humanas sin rumbo ni razón en la vida. Gracias a los grupos neonazis saben que el simple hecho de ser arios y alemanes justifica su existencia, hace de ellos valores y orgullos ambulantes, y les confiere una superioridad ontológica sobre esas "alimañas" que vienen a macular su patria, como el mozambiqueño Alberto Adriano. Cuando se trata de racismo, nadie debería tirar la primera piedra sin mirar primero lo que pasa en su propia querencia, pues se trata de una plaga de la que no está exenta sociedad alguna. ¿No es racismo el que practican en el País Vasco los fanáticos de ETA, asesinando concejales, policías, empresarios, volando hogares, negocios, aterrorizando a los ciudadanos del común para imponer en un apocalipsis de sangre y odio vesánico esa patria impoluta, limpia de extranjeros, con la que sueñan? No hay sociedad en la que la desconfianza y el miedo hacia el otro, el que es distinto, no haya alimentado esa oblicua y vergonzante forma de racismo que es el nacionalismo. De modo que sería deshonesto ver, en aquellos incidentes y crímenes contra inmigrantes, un problema sólo alemán. Pero es cierto que, dados los antecedentes de Hitler y el nacional socialismo, todo problema de esta índole en la sociedad alemana resulta inquietante y particularmente ominoso. Es verdad que, en términos estadísticos, quienes salen, armados de bates de béisbol, a cazar inmigrantes son una minoría insignificante. Pero, en estos casos, el problema mayor no suele estar en esas pandillas de beodos histéricos que golpean y matan, sino en esas masas silenciosas que, mientras aquéllas incendian, destruyen y perpetran sus atropellos y crímenes, miran al otro lado, y no ven ni se enteran de lo que ocurre, o secretamente se dicen que aquello, por desgracia, seguirá ocurriendo mientras sigan llegando negros, amarillos, cobrizos, mahometanos y judíos a quitarles los puestos de trabajo a los pobres nacionales, a tornar peligrosas las calles por sus hurtos, a estropear las buenas costumbres locales con las suyas, primitivas y bárbaras. No es una casualidad que los grupos de la extrema derecha hayan reclutado más adeptos en la región oriental de Alemania que en la occidental, donde las prácticas democráticas han calado de manera más profunda que en quienes hasta la caída del muro de Berlín, en 1989, vivieron en una dictadura totalitaria. En un ensayo muy interesante, Jochen Staadt rebate las tesis según las cuales las simpatías por las tesis nazis en la ex Alemania comunista deban explicarse por la frustración y el aturdimiento que causa entre los jóvenes la magnitud de los cambios ocurridos, la inseguridad y el desempleo que ahora los amenazan. Según él, la raíz del mal es anterior, y se confunde con el régimen político comunista, en el que ya hubo manifestaciones gravísimas entre los escolares y universitarios de simpatías por el hitlerismo, surgidas al rescoldo de la política de encendido nacionalismo que aquél patrocinaba. Aunque la censura impidió que esto trascendiera, hubo múltiples incidentes racistas (a menudo contra las familias de los soldados y técnicos soviéticos avecindadas en Alemania Oriental), según precisan los informes de la Stasi, la policía secreta comunista, que Jochen Staadt cita. En uno de ellos, los agentes señalan violencias étnicas cometidas en Cottbus, Dresden, Halle, Magdeburgo y Erfurt en las que proliferaron "la brutalidad, el antisemitismo, la xenofobia y las simpatías fascistas". Recurrir al nacionalismo es siempre jugar con fuego, y mucho más si apela a este recurso, para apuntalarse, un régimen autoritario. Porque, llevada a sus últimas consecuencias, toda doctrina nacionalista desemboca, no en el colectivismo socialista, sino en el nazismo. ¿Tendrán éxito los esfuerzos que llevan a cabo el gobierno alemán, los partidos políticos democráticos y las instituciones de derechos humanos para conjurar estos preocupantes indicios de un renacimiento del nacionalismo racista? En todo caso, es elogiable que el problema no sea escamoteado y figure, hoy, en el centro de la actualidad alemana. Son valiosos, sin duda, los esfuerzos por abrir los ojos del gran público sobre la realidad de la inmigración, enterándolo de que ésta es una necesidad imprescindible para Alemania -como para todos los países industrializados de Europa- si quiere mantener su ritmo de desarrollo y sus niveles de vida. De modo que estas "alimañas", en vez de ser perseguidas deberían ser recibidas con los brazos abiertos, ya que es mucho más lo que aportan que lo que reciben, y con políticas que faciliten su integración y convivencia, de manera que vayan cediendo los prejuicios y rencores que la ignorancia y la incomunicación entre comunidades distintas siempre provocan. Pero, no hay que ilusionarse demasiado. Éstas son razones, y el racismo no tiene nada que ver con la razón, sino con la sinrazón de atávicos miedos y fantasías ancestrales, con el pavor ante el riesgo y la novedad incesantes de un mundo que escaptua transformación. Este es un mundo nuevo, pletórico de posibilidades para los individuos y las sociedades que sepan adaptarse a él. Pero también preñado de riesgos y peligros antiquísimoa a todo lo que enseña la tradición, que exige reacomodar y revisar cada día las viejas creencias y enseñanzas, y adoptar unas nuevas, más aptas para lidiar con esa realidad transformada y en perpes, que, acaso, se exacerben en vez de desaparecer debido precisamente a la velocidad de los cambios. Hace unos días, comí salchichas y bebí cerveza en una taberna de Munich con un pianista peruano, arraigado en esa ciudad desde hace más de diez años. Está casado con alemana, habla alemán perfectamente, se gana la vida muy bien con su hermoso oficio. Cuando le oí decir que, desde hace algún tiempo, rehusa todas las ofertas que recibe para tocar el piano en ciudades de Alemania Oriental, "porque tengo miedo", me pareció que exageraba. Pero, esta mañana leo que, los organizadores de los festejos del centenario de la muerte de Nietzsche, en Weimar, han repartido entre los estudiantes japoneses de la Universidad de Waseda (muy activa en los actos conmemorativos) venidos para la celebración, el siguiente comunicado: "Alemania tiene un serio problema con grupos neonazis y sectores de la población que no acogen a los extranjeros como debería ser, en un país civilizado. Por favor, regrese a su residencia sólo en autobús o taxi y no permanezca en la calle hasta tarde en la noche".
________© Mario Vargas Llosa, 2000.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País SL, 2000.

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