viernes, 6 de julio de 2012


A Tragar Que el Mundo se va a Acabar


Fuente Caretas
Escribe Rafo León


En el año 2002 Beijing se preparaba para las olimpiadas que habrían de realizarse en la capital china seis años más tarde, una ciudad completa se transformaba de lo que había venido siendo en otra cosa, monumental, cosmopolita, ultramoderna. Desde el departamento en el que yo me alojaba podía ver la M de las más (im) populares hamburguesas del mundo, erguida como un arco de triunfo del capital sobre cualquier ideología, al centro de un babilónico centro comercial que incluía un restaurante, el Loft, de una elegancia más que newyorkina. Una tarde crucé la avenida y entré al local del McDonald’s, inmenso como una pradera de plástico y repleto de gente solo como los chinos saben llenar un espacio: tugurizado pero con orden. Las mesas estaban casi todas ocupadas por familias chinas clásicas, lo que significa los padres y un solo hijo; pero la cantidad de comida servida parecía corresponder al triple de personas, sobre todo delante del hijo, dos o tres hamburguesas a medio morder, con sus tantas bolsas de papas fritas y cremas, además de los pye de manzana y los vasotes de Coca Cola también bebidos hasta la mitad y desechados. Los padres parecían mirar la escena como quien asiste a un culto, el hijo único, el que por orden de Mao tenía que haber sido criado como el tirano de la pequeña célula revolucionaria que era la familia, cumpliendo su rol pero en el arcano del capitalismo digestivo por excelencia, el templo de la comida basura.

Los chinos, acostumbrados por cinco milenios a alimentarse en función del hígado y no del paladar (en mucho a la manera de los habitantes de los Andes), de un día para otro descubrieron el pan, las gaseosas, la leche, el chocolate, la mayonesa, los dulces envasados de consumo masivo y esos templetes donde tragar como pollos atarantados una comida de sabores desconocidos y propiedades impredecibles. Hasta que precisamente en el año 2002, estando yo por allá dando vueltas sin mayor sentido, el gobierno decretó a la obesidad infantil como problema de salud pública. Se vio que la intrusión de la chatarra en organismos que genéticamente se mantenían limpios por generaciones, era algo así como tirar un puñado de moscas dentro de un tazón de leche fresca. En los escasos años de la apertura china a los hábitos occidentales, aparecía algo inédito en una de las culturas más sólidas y continuas de la historia: los niños inflados, insalubres y celulíticos que no pueden parar de comer cosas que les tiñen los dedos de colorantes artificiales y les dejan los labios brillando con una grasa improcesable que ingresa a la panza empujada por aguas azucaradas con residuos de maíz transgénico.

Hoy se debate entre nosotros la ley que busca restringir la publicidad de comida dañina en los medios de comunicación. Se buscaría con ello lo que supuestamente se consiguió con una medida similar contra el consumo del tabaco. El sentido común lleva a pensar que una propuesta como la de dicha ley no estaría atentando contra la libertad del mercado, puesto que aun la economía más abierta parte de admitir que en primer lugar están los valores ligados a la vida humana, entre ellos la preservación de la salud. Por algo existe una cosa llamada salud públicahasta en los regímenes más liberales. Sin embargo, estoy convencido de que el asunto no va por ahí.

En un país donde la ley sirve para hacer la trampa, que a los padres les digan que no les den tortis a sus hijos porque los van a volver diabéticos, es incitarlos a que hagan exactamente lo contrario. Y parece que no es así solo en el Peruvian. Hace poco declaró a la BBC el profesor Jimmy Bell, especialista en obesidad del Imperial College de Londres: “Todos los días estamos siendo bombardeados por la industria alimentaria para que consumamos más comida… como científico me siento realmente deprimido, porque estamos perdiendo la batalla contra la obesidad”. La derrota se produce porque el promedio de la gente, acá y en todas partes, asume desesperadamente la modernidad como algo que se ingiere y se deglute, que ahoga los sentidos, que llena toda cavidad de las que comunican nuestro interior con el mundo de afuera. Esa señora que hoy he visto en el supermercado llevándose tres latas de falsas papas fritas llenas de sal y preservantes para que sus hijos no la jodan mientras ven televisión, está convencida de que la realidad es así, un mundo de sabores que nacen de la nada y no se pueden dejar, un mundo que se traga, se descarga y se vuelve a llenar como mecanismo de reproducción de la vida. Y a ver qué ley puede contra el vacío.