lunes, 12 de diciembre de 2011


Horas Difíciles


El recién estrenado régimen de Ollanta Humala acaba de tener su primera crisis, producto del acorralamiento social generado por la ola de protestas de esas masas que lo encumbraron al Poder. Para algunos, lo que viene sucediendo es un "dejavu" de los pasos que dio el sentenciado Alberto Fujimori, hace veinte años atrás cuando accedió sorpresivamente a la presidencia de la República. Primero, se deshizo del entorno que lo encumbró (los evangelistas y representantes de los gremios laborales), luego militarizó los órganos represivos del Estado so pretexto de combatir a la subversión. Lo que sucedió después y sus consecuencias para salud democrática del país son harto conocidas.

Existen cerca de 200 conflictos sociales latentes en el país que amenazan desestabilizar al gobierno y que requieren de vías de diálogo para desactivarlos. Sin embargo, Ollanta, asesorado por su entorno, a escogido la linea dura, la confrontacional, la vía represiva para consolidar sí o sí la macroeconomía. Las señales enviadas a quienes están moviendo los hilos de las protestas sociales es: o calman sus ímpetus -guiados por sus apetitos políticos- o sufren la arremetida de las armas legales y represivas del Estado.

Mientras tanto, las zonas cocaleras, asoladas por la violencia y la corrupción, se tornan inmanejables y las Fuerzas Armadas se ven atadas de manos porque no cuentan con los recursos logísticos para enfrentar una guerra irregular, que ahora, más que nunca, es financiada por firmas del narcotráfico y su nueva gavilla de sicarios que se autotitulan revolucionarios.

Hoy, las fuerzas armadas de los hermanos Palomino han emboscado nuevamente a una patrulla del Ejército peruano en la zona del VRAE. Los jóvenes soldados son enviados al matadero cada vez que se alejan de sus fortines a enfrentar los rezagos subversivos. Tal como lo cuenta la investigación de la periodista Mónica Vecco, el desmantelado y precario sistema de comunicaciones con que cuentan las Fuerzas Armadas en el VRAE, es producto de una seguidilla de negligencias y actos de corrupción que deben ser esclarecidos.

Así las cosas, por un buen tiempo, al Estado le tocará la penosa tarea de lamentar las bajas de soldados y policías, mientras que en la primera zona productora de cocaína del mundo le espera días de bonanza en la producción, acopio y comercialización de la ilícita droga. Es tal su dominio de la zona que se atreven a financiar celebraciones y espectáculos para disipar tensiones. Por ejemplo, para el próximo fin de semana han gestionado la participación de las Hechiceras de la Cumbia en un baile general en la zona de Pichari. Como para no creerlo.

martes, 6 de diciembre de 2011


Análisis de un acto obsceno



04 de diciembre de 2011
Fuente original La República
Escribe Jorge Bruce
Ni a Laura Bozzo se le hubiera ocurrido poner en escena el acto protagonizado ante las cámaras por el teniente Vergara de la PNP: comerse un billete de 200 soles, producto de una coima, mientras sus captores intentaban detenerlo. Miraba la escena en Youtube, a fin de redactar esta primera nota para las páginas de Domingo, cuya hospitalidad agradezco, y sentía una incomodidad creciente. ¿Era por lo grotesco de la imagen? Un rollizo policía motorizado, enfundado en su ceñido uniforme como un chorizo –por así decirlo– con botas y casco, forcejeaba con sus colegas de civil, mientras engullía la prueba de su corrupción: un billete extorsionado a un taxista, el mismo que lo había denunciado, harto de los abusos de este oficial que ya lo había asaltado antes.
Los otros, impotentes para detenerlo, repetían frases tan incongruentes como tautológicas: “¡Está masticando el dinero!”, “¡Está tragando, está tragando!”. Pero no se escuchaba grosería alguna, como sería de esperarse dada la intensidad emocional del momento, evidenciando su conciencia de la presencia de la cámara. Esa fue la pista para detectar el origen de mi reacción: si los policías se contenían –y por eso se les veía falsos e impostados como actores inexpertos– era porque se sabían observados. A mi vez, yo era uno de esos voyeuristas que gozaban contemplando esa obscenidad, a plena luz del día, en la puerta de una comisaría de San Juan de Miraflores.
¿Por qué obscenidad?
En psicoanálisis el dinero representa las heces. El carácter anal retentivo, por eso, es el de los avaros.
Simbólicamente, lo que estábamos viendo era a un hombre practicando la coprofagia: comer caca. Los excrementos humanos son una de las sustancias corporales más rechazadas por la civilización. De modo que ver a un sujeto, por añadidura uniformado, realizar esta trasgresión en público y ante cámaras tiene una violencia simbólica poderosa porque contraviene prohibiciones atávicas. De ahí que la coprofagia real en adultos sea un indicador de patologías severas.
No se trataba de cualquier billete, como efectivamente podría haber sido el objeto de un concurso humillante en un programa de la Bozzo (¡el que se coma un billete de 200 soles recibe otro igual!). El representante del orden intentaba desaparecer la prueba de su venalidad. En vano, pues lo estaban filmando y esto es acaso lo más interesante. ¿Lo hacía para cínicamente negar su corrupción? Conscientemente, puede que sí, como de hecho lo hizo, llegando al extremo delirante de denunciar a sus captores. Pero si traspasamos el sentido común nos encontramos con un síntoma social de mayor alcance.
Que quien encarna el imperio de la ley engulla el producto de la violación de dicha ley, ante la mirada de todos nosotros, espectadores pasivos de algo que sabemos sucede a diario, nos ubica en una posición patética. Porque lo que el teniente está masticando y tragando, como repetía esa versión limeña del coro en la tragedia griega, es la evidencia del verdadero funcionamiento de nuestro lazo social: casi todo el mundo paga coimas. Un amigo me contaba que dio veinte soles a un policía, quien le exigió: “dóblalo”. Mi amigo le dio veinte más. El agente tuvo que explicarle con gestos que doblara el billete para que no sea tan visible. Sin saberlo, Víctor Raúl Vergara intentaba negar la vergüenza de reconocernos en nuestra hipócrita moralidad. Eso era lo más obsceno del acto: ser un acto fallido que revela nuestro inconsciente.