sábado, 22 de diciembre de 2012


Génesis de una Controversia

Fuente Caretas
29 noviembre 2012
Escribe: Hernán A. Couturier Mariátegui *

I Primera parte


Muchos historiadores sostienen que las divergencias entre el Perú y Chile surgieron cuando, allá por la década de 1830, Diego Portales -político chileno que insufló y promovió la rivalidad geopolítica con el Perú por la supremacía en el Pacífico Sur- frustró el espíritu de concordia y cooperación que había caracterizado, hasta entonces, las relaciones entre ambos países. Buenos testimonios de esta armonía son la campaña emancipadora, en la que un importante contingente militar chileno, al mando de Bernardo O´Higgins, acompañó a las huestes argentinas de José de San Martín para liberar al Perú del yugo español, en 1821; así como los cordiales vínculos que fueron establecidos en los albores de nuestra vida independiente.

Sin embargo, hay quienes vislumbran retrospectivamente que la rivalidad y los sentimientos de resquemor de chilenos contra peruanos provienen de mucho más atrás, tan atrás que se remonta a la época de la Conquista y la lucha fratricida entre los mismos conquistadores, cuando “los de Chile” –como se les llamaba a Diego de Almagro y sus seguidores– vieron frustradas sus fantasías de riqueza y poder a causa del choque con una realidad austral que distaba mucho de parecerse siquiera al Imperio Incaico, recién conquistado por Francisco Pizarro, a quien no tuvieron empacho de asesinar en su propio palacio de Lima, nuestro Palacio de Gobierno.

Tampoco deberíamos soslayar el hecho histórico que durante el Incanato los generales cusqueños, temidos en los cuatro Suyos, jamás pudieron domeñar a mapuches y araucanos, quienes hasta ahora son paradigma vivo de altivez y rebeldía para dolor de cabeza de los gobiernos de Santiago.

Las doctrinas portalianas, empero, orientaron durante los siglos XIX y XX, y aún lo hacen a inicios del XXI, esa motivación de la nación chilena contra del Perú, como lo testimonian las campañas expedicionarias de su Ejército, con clara intervención armada en nuestros asuntos internos, al tentar con éxito la destrucción de la Confederación Perú-Boliviana en 1836 y 1839, objetivo geopolítico inicial y de primera magnitud en el proyecto portaliano de consolidar la naciente república chilena a través del menoscabo del Perú, de la expansión territorial hacia el norte y del ansiado predominio naval en el Pacífico Sur.

Este claro proyecto nacional chileno fue brevemente interrumpido por la guerra contra España, en los años 1864-66, en que Chile debió deponer sus designios de poder para, en alianza con el Perú, volver a derrotar los nuevos intentos de conquista de la vieja metrópoli colonial. La experiencia conjunta le sirvió a Chile para apreciar la gran utilidad de contar con un importante poderío naval, que le facilitara el predominio en el océano con fines bélicos y mercantiles.

En su progresión hacia el norte, en busca de nuevas tierras y recursos económicos, observamos cómo discurre la gradual concreción de los objetivos nacionales chilenos.

Así se explica la ocupación virtual de la Provincia Litoral de Bolivia y la consecuente Guerra del Pacífico contra los viejos aliados de la Confederación, quienes de manera asaz errónea pretendieron confiar su defensa en un tratado insubstancial que no contó con la aceptación argentina, por razones que posteriormente le redituaron un gran dividendo a la república del Plata cuando, en medio del conflicto tripartito, logró que Chile le cediera a regañadientes la Patagonia, cuyo territorio resultó siendo varias veces más grande que las conquistadas provincias peruanas de Tarapacá y Arica y la Provincia Litoral de Bolivia.

Esta constante agresión chilena contra dos naciones herederas del Incanato, que son sus vecinas, devino en tiempos de “paz” en actitudes soberbias y arrogantes que, además de materializar el despojo territorial y la imposición de condiciones, siempre pretendieron una superioridad inconducente y contraria al que debió ser un deseo compartido de verdadera paz y concordia.

En una reciente conferencia pública expresé que la Guerra del Pacífico, además de ser un hito determinante y emblemático para el reposicionamiento y la consolidación de las soberanías territoriales de sus protagonistas, significó el ascenso de Chile en términos geopolíticos y de poderío económico, al tiempo que deterioró el liderazgo que hasta entonces ejercía el Perú en nuestra región, afectó seriamente su potencial nacional, permitió la vecindad fronteriza entre el Perú y Chile y dio lugar a una etapa, entre la firma del Tratado de Ancón de 1883 y la del Tratado de Lima de 1929, que se caracterizó por una incesante lucha diplomática para recuperar Tacna y Arica, pero también por los recelos, enconos y desconfianzas que han marcado indeleblemente el talante y la atmósfera que, muy a nuestro pesar, singularizan la relación peruano-chilena signada por el antagonismo y muy poco por la cooperación.

Asimismo, sostuve que, habiendo transcurrido 130 años desde la conclusión de la Guerra del Pacífico, nos resistimos a creer que existe un determinismo vecinal inmutable de carácter conflictivo, pues preferimos pensar que, en la confrontación de las concepciones geopolíticas de Bernardo O’Higgins y de Diego Portales y sus seguidores, habrá de prevalecer en Chile la razón eficiente del primero, con su prédica y con su ejemplo de cooperación, asistencia e integración entre nuestros pueblos y naciones.

En este contexto difuso, contradictorio y marcado por la suspicacia entre nuestras naciones, no obstante, ocurre un acontecimiento de repercusión histórica que habría de marcar un punto de quiebre en el desarrollo del Derecho Internacional y particularmente en la gestación del nuevo Derecho del Mar.

Al término de la II Guerra Mundial, tres pequeños países del Pacífico sudamericano –Perú, Chile y Ecuador– deciden, a partir de 1947, dar un paso inconmensurable en la defensa de sus intereses comunes concernidos en las aguas y los fondos marinos del segmento del Océano Pacífico que les corresponde.

Cada uno, por cuerda separada, proclama a la comunidad internacional que ha decidido extender su soberanía y jurisdicción en su dominio marítimo hasta las 200 millas del mar adyacente a sus costas. De esta inusitada ocurrencia y sus secuelas nos ocuparemos en el próximo artículo. 


La II Guerra Mundial transformó profundamente la estructura del poder internacional y consolidó la hegemonía estratégica y económica de los Estados Unidos.

Como signo de los nuevos tiempos, el presidente norteamericano Harry Truman promulgó, en septiembre de 1945, dos proclamas novedosas.
Una estaba referida a los derechos de jurisdicción y control de los EE.UU. sobre los recursos naturales de su plataforma continental bajo el alta mar, y la otra concernía la reglamentación y control, con fines de conservación y derechos de pesca, de los recursos ictiológicos en zonas del alta mar adyacente a sus costas.

Esas proclamas, sin embargo, no llegaban a establecer extensiones ni límites que excedieran las tres millas clásicas del mar territorial conocido hasta entonces.

Esta iniciativa unilateral del gobierno estadounidense provocó una reacción en cadena.


En los meses siguientes, México, Argentina, Brasil, Panamá, y luego Chile y el Perú, decretaron su soberanía y jurisdicción sobre el zócalo continental y el mar adyacente a sus costas, sin duda más allá de las tres millas susodichas.

En el Perú, la preocupación por el mar y sus recursos, aunque fuera incipiente y poco efectiva, no había estado ausente durante el siglo XIX.
Los gobiernos de Gamarra (1840) y Castilla (1850 y siguientes) llegaron a promulgar dispositivos legales para proteger los recursos marinos y beneficiar a la embrionaria pesquería nacional.

No obstante, antes y después de la II Guerra Mundial, se verificó en las costas del Perú y Chile una verdadera invasión de flotas pesqueras y balleneras foráneas que depredaron sin medida los recursos del Pacífico Sur.

Es así que se produce una reacción entre los empresarios del sector en ambos países, quienes persuaden a sus gobiernos sobre la dación de dispositivos legales que protejan nuestros recursos de la acción depredadora de dichas flotas.

En junio de 1947, el presidente chileno Gabriel Gonzales Videla proclamó la soberanía nacional sobre todo el zócalo continental adyacente a las costas continentales e insulares, así como sobre los mares adyacentes a sus costas, cualquiera fuese su profundidad, reivindicando la protección, conservación y aprovechamiento de todas sus riquezas naturales hasta las 200 millas.

Un mes después, el 1 de agosto de 1947, el presidente José Luis Bustamante y Rivero decretó, a instancias de su canciller Enrique García Sayán, la soberanía y jurisdicción sobre la plataforma submarina o zócalo continental e insular, así como sobre el mar adyacente a las costas del territorio nacional, cualquiera fuese su profundidad, con fines de reservar, proteger, conservar y utilizar sus recursos y riquezas naturales.
El gobierno peruano declara que ejercerá control y protección sobre el mar adyacente hasta las 200 millas de sus costas.

En ambos casos, los respectivos gobiernos garantizaron que con estas declaraciones no pretendían afectar los derechos de libre navegación conforme al Derecho Internacional, dando a entender que la ampliación de dichas aguas jurisdiccionales no era de carácter territorial.

La acción coincidente, aunque individual, del Perú y Chile provocó posteriormente la adhesión del Ecuador, con quien se adoptó, el 18 de agosto de 1952, la Declaración de Santiago sobre Zona Marítima.
En ella, los tres países proclaman la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el mar que baña las costas de sus respectivos territorios, hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas.

La Declaración incluye, también, el reconocimiento al paso inocente e inofensivo de las naves de todas las naciones a través del nuevo dominio marítimo de los tres Estados sudamericanos.


Cabe anotar que esta Declaración, que no cumple ni tiene la formalidad de un tratado y menos aún la de un tratado de límites, solo se refiere –a pedido del Ecuador– a la delimitación del contorno de 200 millas de una isla o grupo de islas, contorno que no podrá sobrepasar o intersectar la zona marítima del país vecino, situación que solo ocurre entre el Perú y Ecuador por la existencia de la islas ecuatorianas de Santa Clara, Puná y La Plata.

Como sabemos, no hay islas en la zona fronteriza peruano-chilena.
El 4 de diciembre de 1954, en Lima, los tres países del Pacífico Sur suscriben el Convenio sobre Zona Especial Marítima Fronteriza, el cual tiene el propósito central de crear dos zonas de tolerancia pesquera entre Ecuador y el Perú, y entre el Perú y Chile.


Estas tendrán una anchura cada una de 20 millas, a fin de evitar incidentes y la aplicación de sanciones a los pescadores que incursionan inadvertidamente en el dominio marítimo del país vecino, tomando como referencia práctica y provisional el paralelo que pasa por el punto de la frontera terrestre que llega a la costa.

Como es sabido, son estos dos instrumentos el fundamento primordial de la argumentación jurídica chilena en favor de la existencia convencional de un presunto límite marítimo entre nuestros dos países.

Chile adicionalmente sostiene que su posición también se basa en la costumbre, esto es el comportamiento o los actos propios observados por el Perú a lo largo de los años, en supuesto acatamiento de dicha frontera marítima fijada arbitrariamente a lo largo del paralelo.


Olvida nuestro vecino que también son actos propios, que le corresponden, la tardía ratificación de este convenio trece años después de su firma, así como su registro en Naciones Unidas en 2004, cincuenta años después de la misma.

Coincidentemente, recién en 1969 Chile comienza a considerar el carácter delimitatorio de ambos documentos, luego de un amplio debate interno entre sus juristas y diplomáticos que tenían serias dudas al respecto.

Es con la llegada abrupta al poder del general Pinochet que se fortalece perentoriamente la tesis de la Marina chilena, que considera absolutamente cerrado el capítulo de la delimitación marítima con el Perú.

Gravitan en esta posición los beneficios económicos y estratégicos que le reporta a Chile el usufructo indebido e injusto de casi 38,000 kilómetros cuadrados que le pertenecen al Perú, de acuerdo a la línea media, equidistante o bisectriz que prescribe la Convención de Derecho del Mar de 1982 y el nuevo Derecho Internacional de la Delimitación Marítima.
A lo largo de las tres décadas posteriores ha sido renovado y persistente el quehacer de la Cancillería para defender los intereses del país en este contencioso, que muchos esperamos sea el último tramo del largo camino hacia la consolidación política y jurídica de nuestro territorio. 

III Tercera parte


Luego de tres conferencias ad hoc de NN.UU., en 1982 se aprueba finalmente en Jamaica la Convención sobre Derecho del Mar (Convemar), la cual es abierta a la firma de todos los países.
De primera intención, 119 Estados la suscriben, entre los cuales no están el Perú ni Chile ni Ecuador.

¿Cómo era posible que no lo hicieran los tres grandes propulsores sudamericanos de las 200 millas y defensores del nuevo Derecho del Mar en el seno de dichas conferencias?

Cada quien tuvo sus razones.

En el caso del Perú, fue producto de una confusa situación derivada de una interpretación errónea de los alcances de la Convemar respecto del mar territorial de 12 millas y la zona económica exclusiva de 188 millas, confusión que inhibió al presidente Fernando Belaunde de aprobar su firma, situación que hasta ahora subsiste.

En la Cancillería peruana esta decisión causó desaliento y preocupación, habida cuenta de la muy importante contribución de los delegados peruanos a la consecución de la Convemar.
Entre ellos, sin duda, destacaron los embajadores Juan Miguel Bákula y Alfonso Arias Schreiber, verdaderos artífices de la misma.

No obstante la singular posición de los tres países, algunas disposiciones consagradas por la Convemar alcanzaron especial relieve.
En particular destacaron las normas para la delimitación de los espacios marítimos de países vecinos y contiguos.

Ya, desde la década de los 70, se habían escuchado en el Perú opiniones llamando la atención sobre la anómala situación de la frontera marítima con Chile, no delimitada formalmente por tratado alguno y bajo un régimen provisorio de carácter pesquero establecido por la Declaración de Santiago de 1952 y la Convención sobre Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954.

Este régimen, en la práctica, se orienta por los paralelos geográficos supuestamente hasta las 200 millas, a pesar de que no existía delimitación en la historia conocida que excediera las 3 millas del mar territorial, vigente en ese entonces.

Chile, sin embargo, pretendía ejercer su soberanía marítima hasta el paralelo que pasaba por el punto Concordia, terminus en el mar de la frontera terrestre establecida por el Tratado de Lima de 1929 y la Comisión Mixta de Límites de 1930 integrada por los delegados Federico Basadre (Perú) y Enrique Brieba (Chile).

Los delegados peruanos que atendieron las Conferencias de Mar de NN.UU. en los años 70 y 80, conscientes del problema delimitatorio, procuraron incorporar al texto de la Convemar disposiciones que sirvieran de manera justa y equitativa al propósito de delimitar, en particular, los dominios marítimos del Perú y Chile, habida cuenta que en el caso con Ecuador, por la existencia de islas ecuatorianas y la imposibilidad de cerrar el acceso al Golfo de Guayaquil, la delimitación debía seguir la línea del paralelo.

Cuando en 1982 se aprueba la Convemar, con las normas de delimitación conocidas como línea media, equidistante o bisectriz, se abre una insoslayable oportunidad de plantear la cuestión de la ausencia de frontera marítima definitiva con Chile, mediante negociaciones diplomáticas, evitando así cualquier confrontación inconducente que hubiese supuesto desafiar, en el terreno, la soberanía de facto que Chile ejercía, y aún ejerce, en la zona marítima en disputa.

Hasta entonces, en los gobiernos chilenos, como en los del Perú, salvo determinados sectores, no existía una conciencia clara de la cuestión de los límites marítimos.

Sin duda que esas excepciones eran la Cancillería peruana y la Marina chilena.

Es así como, tan pronto concluye el mandato del presidente Fernando Belaunde en 1985, Allan Wagner, canciller del nuevo gobierno, sostiene conversaciones alusivas a la frontera marítima con su homólogo chileno, el canciller Jaime del Valle, en el curso de una primera visita de acercamiento de nuestro ministro a Arica desde la Guerra del Pacífico.


En seguimiento de ellas, viaja a Santiago el embajador Juan Miguel Bákula, quien, de manera oral y luego escrita, el 23.05.1986, plantea oficialmente al canciller chileno la necesidad de iniciar negociaciones conducentes a la delimitación formal y definitiva de sus respectivos dominios marítimos.

El 19.06.1986, la Cancillería chilena emitió un comunicado de prensa en el que, entre otras cosas, expresó que el ministro Jaime del Valle, “teniendo en consideración las buenas relaciones existentes entre ambos países, tomó nota de lo anterior manifestando que oportunamente se harán estudios sobre el particular”.

Esta admisión chilena del tema marítimo en la agenda bilateral fue, de acuerdo con los trascendidos de la época, causal del término inopinado de Jaime del Valle como canciller de Chile, posiblemente a instancias de su Marina e incluso de una decisión del dictador chileno Augusto Pinochet, motivada por su visión extrema de considerar como casus belli cualquier posibilidad de reabrir la delimitación marítima. Para él, la delimitación había quedado firme y sellada con los documentos de 1952 y 1954.

Después, el enfriamiento de las relaciones como consecuencia del voto peruano en contra de Chile en la Comisión de Derechos Humanos de NN.UU., así como de la frustración de las negociaciones sobre las cláusulas pendientes del Tratado de Lima de 1929, perduró en los años siguientes.

Durante el decenio del presidente Alberto Fujimori, quien tenía sus prioridades, el tema fue encarpetado, en tanto se procuraba concluir la negociación sobre la entrega al Perú del muelle de Arica y sus obras conexas, pendientes desde 1929.

En el año 2000, sin embargo, en la Cancillería peruana se trabajaba intensamente para cuando se presentara la oportunidad de retomar el caso, pues la definitiva delimitación marítima con Chile constituía una firme aspiración institucional del Servicio Diplomático, interpretando así la opinión predominante de amplios sectores nacionales que, además de considerar que los documentos de 1952 y 1954 no eran tratados que hubiesen fijado la delimitación marítima, ven como sumamente injusta e indebida para el Perú la repartija provisional del espacio marítimo fronterizo, que le significa la pérdida de 68,000 km2.


Con el propósito de alcanzar un entendimiento satisfactorio con Chile, en diversas ocasiones se le plantea, sin éxito, ir a la mesa de negociaciones.

Ante su sistemática negativa, se ve por conveniente dar los pasos indispensables que habrían de conducir a la demanda del Perú ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya.


Los cancilleres Allan Wagner y Manuel Rodríguez, y el vicecanciller Luis Solari Tudela, implementan los planes proyectados, siendo este último quien recomienda aplicar el Pacto de Bogotá de 1948, vinculante para el Perú y Chile, el cual hace obligatoria la jurisdicción de la Corte de La Haya.

Solari también, en la reunión bilateral de vicecancilleres, celebrada en Santiago el 16.03.2004, plantea por primera vez a Chile la posibilidad de recurrir a la Corte Internacional de Justicia para superar el diferendo marítimo.

Adicionalmente, la Cancillería envía la Convemar al Congreso para considerar su adhesión.

Se promulga entonces la Ley de Líneas de Base Recta y, luego de algunos años, se firma en 2011 el tratado definitivo de delimitación marítima con Ecuador.

No sin dudas iniciales, corresponde al segundo gobierno del presidente Alan García adoptar la importante decisión de interponer la demanda del caso ante el tribunal de La Haya, en seguimiento de una política de Estado. 
(Por: Hernán A. Couturier Mariátegui*)
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* “Diplomático de carrera. Politicólogo, profesor y analista de relaciones internacionales. Embajador en Zimbabwe, Canadá, Bolivia, Brasil y Reino Unido. Representante alterno en NN.UU.




miércoles, 19 de diciembre de 2012


"Carta abierta a Álvaro Vargas Llosa"


19 de diciembre de 2012
Fuente La República


Docente universitario y diplomático escribe sobre la misiva que el periodista peruano publicó en un diario chileno.
Por Harry Belevan-McBride
Te dirijo estas líneas de respuesta a tu Carta Abierta a Torre Tagle por cuanto, siendo yo un producto diría que hasta genético de lo que alberga esa “casona virreinal”, he sentido que tu escrito también estaba de algún modo dirigido a mí en tanto que hijo, hermano y padre de profesionales formados en esta institución tutelar de la república.
Si bien los planteamientos chilenos con los cuales deduces “… que las posibilidades de que el Perú obtenga el triunfo son mínimas…” constituyen alegatos elocuentes, mal haría con pretender desbaratarlos repitiendo yo también los fecundos argumentos peruanos, pues me resisto a contribuir a la desbordante inflación de comentarios que, en ambos países, han saturado los espacios de opinión acerca del proceso de La Haya.
Sin embargo, el fondo de tu Carta tiene como trasfondo el “cambio de mentalidad que urge en Torre Tagle” porque, a tu juicio, nuestra diplomacia habría urdido esta demanda ante la CIJ por causa de una “mentalidad decimonónica”. Y para que nadie, estimado Álvaro, sospeche que estoy reaccionando bajo el influjo de algún espíritu de cuerpo con mi carrera –extraño lo sería pues hace poco fui cesado de un plumazo sin siquiera el amparo simbólico de una solidaridad interna-, recojo todo lo que dices sobre ese apremio tuyo: “ha llegado la hora de un gran cambio de mentalidad; “el cambio de mentalidad que urge en Torre Tagle exige dejar atrás una forma de entender nuestras relaciones exteriores…”; “Esa mentalidad de la que la generación que nos representa gallardamente en La Haya es tal vez el canto de cisne…”; “Hoy día, solo una inseguridad… puede justificar que ustedes… se resistan a actualizar la mentalidad decimonónica…”; “…ha llegado la hora de que Torre Tagle dé un salto mental muy grande […] Para lograrlo, tenemos que desapolillar una mentalidad que … ahora es un enemigo”.
Con numérica probidad, como diría el genial Borges, para mejor aprovechar el exiguo espacio de una crónica periodística, condensaré algunos rasgos que explican secuencialmente esa “mentalidad” detrás de la diplomacia peruana:     
1- Nuestra frontera con Colombia fue fijada en intrincadas negociaciones llevadas por la cancillería en tiempos internacionalmente muy frágiles para el Perú lográndose, sin embargo, compensar una depredación territorial con otro espacio geográfico que nos proyectó por encima de la Línea Ecuatorial.
2- Semejante papel se cumplió con el Brasil mediante convenciones y tratados negociados por Torre Tagle, que sirvieron para contener la tenaz expansión brasileña que amenazaba con llegar hasta el Ucayali;
3- Fue también nuestra diplomacia que atajó un protervo tratado que Bolivia suscribió con Chile ¡con el que obtuvo Tacna y Arica! Y aun si Torre Tagle logró que Santiago desconociera ese pacto ya firmado, tuvo nuestra diplomacia que enfrentar nuevamente la depravada aspiración de Bolivia pues llevó tan desleal “reclamo” hasta la Liga de las Naciones.
4- Estas batallas fueron ganadas por nuestra tenacidad diplomática más que por balas de fusiles, hasta que solo quedase por sellar las fronteras con Chile y Ecuador. Bien sabes que con este se negociaron límites fronterizos consagrados con la firma del Protocolo de Río. Sin embargo, Ecuador fue durante décadas renuente a acatarlo hasta que, en 1988, Torre Tagle obtuvo la paz definitiva con Quito que, hidalgamente, reconoció la legitimidad de aquel tratado demarcatorio. Finalmente, fue asimismo la cancillería que en 1999 impulsó con Chile la firma del Acta de Ejecución del último artículo del Tratado de Lima pendiente de implementación. 
5- Restaba entonces con estos únicos vecinos oceánicos la tarea final de establecer esas otras dos fronteras, las marítimas. Con el Ecuador se cerraron exitosamente en el 2011. No pudiendo, sin embargo, obtener que Chile negociara bilateralmente los límites marítimos como se le propuso en 1986, Torre Tagle se vio constreñido en el 2008 a solicitar formalmente a la Corte Internacional de Justicia que dirimiera el diferendo. Y entramos así al año 2013, cuando el veredicto definitivo sobre este contencioso permitirá que la totalidad de nuestras fronteras queden fijadas a perpetuidad.
6- Todo este repaso es apenas para decirte que la cancillería fue siempre la abanderada en la construcción de la seguridad, pero también de la prosperidad, de la nación. Porque, en simultáneo con las tareas reseñadas, Torre Tagle fue el primer promotor estatal de acuerdos comerciales con otros países y, con el tiempo, impulsor principal de las negociaciones de tratados de libre comercio, poniéndose además a la vanguardia de todos los procesos de integración regional; no olvides que la Alianza del Pacífico que tú mismo apoyas, fue concebida por un estadista visionario como Alan García pero implementada y negociada exitosamente por Torre Tagle. Y en ámbitos tan diversos como el cultural, medioambiental, académico, armamentístico, científico, turístico y tecnológico, nuestra cancillería ha estado siempre a la vanguardia imaginativa y no a la zaga apolillada de los requerimientos nacionales, convirtiéndose así en la única entidad multifacética del Estado peruano por la diversidad de materias que aborda en su quehacer cotidiano.
7- Lejos entonces de ser “la generación que nos representa en La Haya… el canto de cisne” de una mentalidad que injustamente defines como decimonónica, ella es más bien la estirpe representativa de los diplomáticos nacidos en la década de 1940, que heredaron las tareas pendientes de aquellas generaciones precedentes que construyeron, sin estridencias –condición innata a toda labor diplomática--, el armazón que vertebraría al país. Así, a los nombres proverbiales de la diplomacia peruana del siglo XX como los embajadores Víctor Andrés Belaúnde, Raúl Porras, Alberto Ulloa, Bustamante y Rivero o Alberto Wagner, puedes sumar los de Javier Pérez de Cuellar, García Bedoya o Carlos Alzamora y, ahora, los de Allan Wagner y García Belaúnde, nuestros agentes en La Haya, entre otros diplomáticos de carrera descollantes en diversas disciplinas a los que mal podría requerírseles saltos o desapolillados mentales. Solo así podrás entender, estimado Álvaro, el proceso ante la CIJ como la cronométrica secuencia en el tiempo destinada a fraguar esa heredad forjadora de la identidad peruana, a la que Torre Tagle siempre contribuyó.
8- No debes entonces recelar nuevos traumas o rezagos de rencores en la -para mí negada- hipótesis de un fallo adverso, porque la sentencia de La Haya de todas maneras nos abrirá las puertas grandes del definitivo entendimiento mutuo. Va de suyo que habrá desinteligencias entre vecinos, porque las naciones suelen portarse como las gentes. Pero no abrigues temores de que el pisco o el suspiro de limeña puedan renovar enconos u ojerizas confrontacionales porque, a partir del 2013, el Perú y Chile hemos de caminar juntos hacia un futuro compartido de amistad, cooperación y prosperidad ilimitados.

A Contracorriente:

La Herejía de "Alvarito" que remeció hitos patrioteros

Fuente: La Tercera de Chile


Carta abierta a Torre Tagle

Creo que las posibilidades de que el Perú obtenga el triunfo son mínimas en lo que se refiere al reclamo principal -una delimitación marítima basada en una línea equidistante- y algo mayores, pero no muy grandes, en lo que se refiere al segundo, es decir, la determinación de nuestra soberanía sobre el llamado triángulo exterior, que está fuera de la zona marítima chilena y estaría dentro de la nuestra si ella rebasara el paralelo de latitud.

por Alvaro Vargas Llosa - 15/12/2012


Me dirijo a ustedes -el Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú- usando el apelativo con el que se los conoce por la casona virreinal que les sirve de sede principal. Lo hago con respeto por sus vivos y sus muertos, entre quienes están algunos de los peruanos que más admiro. Tengo la esperanza de que vean un ánimo constructivo en estas líneas, con las que quiero expresarles que ha llegado la hora de un gran cambio de mentalidad.
Lo hago ahora que la fase oral del proceso de La Haya ha acabado y sólo falta el dictamen, probablemente dentro de pocos meses. Creo que las posibilidades de que el Perú obtenga el triunfo son mínimas en lo que se refiere al reclamo principal -una delimitación marítima basada en una línea equidistante- y algo mayores, pero no muy grandes, en lo que se refiere al segundo, es decir, la determinación de nuestra soberanía sobre el llamado triángulo exterior, que está fuera de la zona marítima chilena y estaría dentro de la nuestra si ella rebasara el paralelo de latitud.
Explicaré en seguida las razones por las que creo esto y me apresuro a decir que preferiría equivocarme. Temo, además, que el orgullo herido de muchos compatriotas pueda, si el fallo nos es adverso, frenar durante un tiempo el proceso de superación del trauma histórico, del que es prueba el vuelco que hemos dado a nuestras relaciones.
No dramatizo las cosas: confío en que la dinámica de los intercambios y el espíritu de los tiempos nos volverán a acercar, pase lo que pase. Pero es mejor celebrar triunfos que no se dan por seguros que sufrir derrotas que no se le pasan a uno por la cabeza, especialmente en el terreno de las relaciones exteriores, donde los sentimientos suelen adquirir una intensidad tribal muy poderosa que no facilita la sindéresis y el sentido de las prioridades. De allí mi aprensión.
El cambio de mentalidad que urge en Torre Tagle exige dejar atrás una forma de entender nuestras relaciones exteriores que tuvo mucho sentido en el pasado, porque la independencia latinoamericana produjo repúblicas indefinidas en tantos sentidos.
Esa mentalidad -de la que la generación que nos representa gallardamente en La Haya es tal vez el canto de cisne- se concentró en la definición de nuestras fronteras y nuestra identidad republicana de cara a los vecinos y el resto del mundo.
Hoy día, sólo una inseguridad en nosotros mismos puede justificar que ustedes sigan dedicando los mejores esfuerzos a algo que está esencialmente resuelto y que se resistan a actualizar la mentalidad decimonónica. Urge una nueva perspectiva que vea en la integración real -no la ritual que silba en la boca de políticos de poca monta, ni la dictada por la moda o la corrección política- la forma inteligente y patriótica de honrar la promesa de nuestra independencia, de la que pronto se cumplirán 200 años.
En el empeño de la afirmación de nuestras fronteras volcaron sus predecesores en la Cancillería peruana lo mejor de sí. No desmerezco ni por un instante lo que hicieron: sin ellos, no habría República del Perú. Entre los cancilleres que contribuyeron a la afirmación de nuestro espacio como república soberana hay figuras deslumbrantes.
Cito algunas: el liberal Sánchez Carrión, que entendió bien que, a pesar de su mesianismo, Bolívar era indispensable para derrotar a España; el escritor Felipe Pardo y Aliaga, cuyos méritos fueron mayores fuera de la cancillería, pero que dio lustre y cultura a esa institución; y un Toribio Pacheco, el mejor canciller de nuestra historia a decir de los historiadores Riva Agüero y Basadre, un genio que logró la alianza de Perú, Chile, Ecuador y Bolivia ante la amenaza naval española en 1865 y 1866, y que poco antes explicó al mundo en textos memorables la justicia de nuestra causa.
La mejor prueba de que era necesario que sus antecesores dedicaran sus esfuerzos a la afirmación de los límites de la república es que con frecuencia los tratados que se firmaban eran superados por nuevos conflictos o circunstancias que obligaban a hacer nuevos tratados.
Por eso hubo que hacer un nuevo tratado con Brasil en 1909, a pesar del que habíamos firmado medio siglo antes; por eso hubo que ratificar el que teníamos con Colombia, y que una guerra había puesto en cuestión en 1932 y 1933; por eso seguíamos firmando protocolos con Bolivia en 1925, 23 años después del primer tratado limítrofe con ellos; y por eso en 1998 hubo que acabar de sellar una frontera con Ecuador, a pesar de que existía un tratado desde 1942.
No sorprende, pues, que estemos ahora litigando en La Haya, a pesar de que en 1999, poco después del Acta de Ejecución que firmamos con Chile, el Perú anunció que se habían acabado para siempre los conflictos.
Me siento obligado, por un elemental respeto a ustedes, a explicar por qué creo que tenemos mínimas posibilidades de ganar en lo referente al reclamo principal y algo mayores, pero no muy grandes, en lo que atañe al segundo.
La tradición jurídica y política peruana mezcla muchos elementos que van a contrapelo de la formación de quienes van a decidir esto en Holanda. El positivismo jurídico, el formalismo y el reglamentarismo de nuestra tradición hicieron que a menudo le busquemos tres pies al gato. La ley no suele ser para nosotros un conjunto de principios derivados de la sabiduría de los siglos, sino cualquier cosa que dice el que manda.
La hacemos con tanto grado de irrealidad y la interpretamos de una forma tan puntillosa y jesuítica que cualquier cosa puede ser vista como la ley y cualquier cosa como su violación. Esta tradición hace que nos importe la letra pero no el espíritu.
No importa que el espíritu diga una cosa si la letra, torcida por nuestro formalismo interpretativo, dice otra. Por eso en la Colonia se decía “se acata pero no se cumple”. Por eso también tenemos los peruanos una economía informal tan grande y un respeto tan escaso por la legalidad.
¿A dónde voy? A que si aplicamos esta tradición a los documentos clave del proceso de La Haya -el Decreto Supremo en el que el Presidente Bustamante y Rivero proclamó la soberanía sobre las 200 millas marítimas frente a las costas peruanas, la Declaración de Santiago de 1952 y el Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954-, podemos concluir que, en efecto, no hay un tratado perfecto e integral, como lo hubiésemos hecho hoy, de delimitación marítima con Chile.
Pero, para jueces que prestan más atención a cómo entendían los firmantes lo que firmaban, cómo actuaron esos gobiernos y los subsiguientes a partir de dichos documentos, y a cuál era el espíritu, además de la letra, de esos solemnes papeles, será extraordinariamente difícil concluir que no se acordó nunca una frontera marítima.
Y eso -haber acordado una frontera marítima- es lo único que pide el texto de la Convención sobre el Derecho del Mar de 1982, al que nos aferramos como tabla de salvación. Ella establece que nadie podrá extender su mar territorial más allá de la línea equidistante “salvo acuerdo en contrario” (artículo 15), y que la delimitación de la zona económica exclusiva y la plataforma continental se hará “por acuerdo” entre las partes (artículos 74 y 83).
No dice cómo tiene que ser el acuerdo, ni si puede o no estar incluido en un texto que se ocupe también de otras cosas, ni si tiene que tener una redacción determinada. Una revisión a vuelo de cóndor de la jurisprudencia de la corte sugiere que a este tribunal le importa mucho más si, a partir de los textos y la práctica derivada de ellos, se puede interpretar que hay un acuerdo que el estilo, la amplitud, el detalle y las formalidades de lo suscrito.
Bajo esta premisa, enumero aquí algunos elementos que lesionan nuestro caso. Ofrezco primero los que se refieren al reclamo principal y luego los que tienen que ver con el segundo reclamo.
-El Decreto Supremo de 1947, con el cual el Perú proclamó su soberanía y jurisdicción sobre las 200 millas, siguió a la declaración con la que el Presidente de Chile hizo lo mismo. Los gobiernos notificaron uno al otro esta proclamación.
En 1952, ante la violación de sus respectivos espacios por flotas extranjeras, se reunieron Perú y Chile, y se les sumó Ecuador, para formalizar en términos internacionales lo que habían hecho unilateralmente en 1947. Como prueban las actas de la reunión, hay una decisiva línea de continuidad entre los textos de 1947 y la Declaración de Santiago de 1952. Esto ayuda a entender la falta de especificidad y detalle en el texto de 1952 y lo mucho que todas las partes daban por establecido.
-En 1955, García Sayán, el canciller peruano que firmó con Bustamante y Rivero el Decreto Supremo de 1947, publicó un boceto en su libro Notas sobre la soberanía marítima del Perú con la zona marítima peruana. Allí figuran los paralelos como límites.
-El Decreto Supremo de 1947 dice que las 200 millas se medirán siguiendo los paralelos geográficos, que era entonces la manera de trazar el perímetro exterior de una zona marítima. Así se había hecho en 1939, en la Declaración de Panamá, para establecer un cordón de seguridad en el mar alrededor de todo el continente americano. Hoy el Perú ya no usa el método para fijar las 200 millas, pero el cambio no afecta los paralelos, sólo lo que está en su zona.
-Cuando Chile invitó a Ecuador a la reunión en la que se iba a firmar la Declaración de Santiago y otros convenios en 1952, le comunicó que determinar “el mar territorial” era el primer objetivo. No dijo que el objetivo era sólo firmar un convenio de pesca.
-La idea de que la Declaración de Santiago es un simple convenio pesquero choca con dos hechos: al mismo tiempo que ese documento, que fue el principal, se firmaron otros más, entre ellos uno de pesca. Además, el título, el preámbulo y el texto confirman que los países estaban fijando su soberanía marítima, algo, por lo demás, que sentó precedente mundial: el principio de las 200 millas que se incrustó en el derecho marítimo universal, como lo dice la ONU, nació allí y en las proclamaciones de 1947.
-El artículo IV de la Declaración de Santiago, que se refiere al paralelo como límite de la zona marítima, lo hace en referencia al caso de que haya islas de un país firmante que estén a menos de 200 millas de la “zona marítima general” de otro. El artículo supone, pues, la existencia de una zona marítima general claramente delimitada de cada uno de los tres países. Si no, ¿cómo puede una isla estar a menos de 200 millas de ella?
-Las actas de la reunión que produjo la Declaración de Santiago registran que el artículo IV nació como producto de un pedido del delegado ecuatoriano, quien solicitó que se dejase en claro que “la línea limítrofe de la zona jurisdiccional de cada país” era el paralelo del punto en que la frontera terrestre llega al mar. Los delegados del Perú y Chile redactaron el famoso artículo IV con ese entendido, que las actas han inmortalizado.
-En 1954, en las reuniones para suscribir los acuerdos de ese año, se discutió la Declaración de Santiago firmada en 1952 y la correcta interpretación del artículo IV, que habla del paralelo en caso de haber islas. Ecuador pidió incorporar un artículo que dejara muy claro que el paralelo es la frontera que divide las aguas jurisdiccionales. Los delegados de Perú y Chile, como dicen las actas oficiales, dijeron que ello sería redundante porque estaba claro en el artículo IV de la Declaración de Santiago. Todos estuvieron de acuerdo en que figurara oficialmente en las actas.
-El Convenio de Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954 fija la frontera en el paralelo en su primer artículo expresamente, sin mencionar islas.
-En la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso peruano que en 1955 ratificó la Declaración de Santiago y la Convención de 1954, el diputado Peña Prado afirmó que el propósito de la conferencia de 1952 había sido establecer los límites marítimos. Es el único discurso que se conoce porque lo publicó “La Crónica” completo.
-Hay varios mapas del Perú aprobados por la Cancillería con los límites marítimos basados en el paralelo de latitud, de acuerdo con un Decreto Supremo de 1957 que decía que no se podía publicar mapas sin su autorización.
-Cuando Colombia firmó su tratado de límites con Ecuador en 1975, el canciller colombiano fue al Congreso a sustentar el pedido de ratificación. Allí justificó el uso del paralelo como límite marítimo porque había sido el utilizado en la Declaración de Santiago por Perú, Chile y Ecuador. Por otro lado, el Departamento de Estado norteamericano ha publicado el mapa con los límites marítimos del Perú y Chile.
-Entre los demás países sudamericanos, el método de delimitación que rige es el del paralelo de latitud, no la línea equidistante u otra fórmula. Todos ellos, cuyos tratados son muy posteriores a los años 50, se inspiraron en el Perú, Chile y Ecuador.
-En 1969, en el juicio sobre el mar del Norte en La Haya, bajo la Presidencia de Bustamante y Rivero, el tribunal oyó a Alemania, Holanda y Dinamarca referirse a la Declaración de Santiago como el documento que había fijado límites marítimos entre Perú, Chile y Ecuador. Junto con el fallo final, Bustamante Rivero emitió, como se acostumbra, una opinión personal sobre el caso. No objetó esa interpretación.
-El Acta de 1930, que dio cuenta del trabajo de la Comisión Mixta de peruanos y chilenos por encargo oficial para demarcar la frontera terrestre de acuerdo con el Tratado de Lima, dice que la “línea demarcada de frontera parte del océano en un punto en la orilla del mar situado a 10 kilómetros hacia el noroeste del primer puente sobre el río Lluta”.
Al decir que el primer hito está en la orilla del mar, no hay contradicción que salte inmediatamente a los ojos entre eso y los textos que muchos años después hablan del paralelo “del punto en que llega al mar la frontera terrestre” (1952) y del “hito número uno, situado en la orilla del mar” (Acta de 1969 de Comisión Mixta que tuvo el encargo oficial de poner las marcas de enfilación para materializar la frontera marítima).
Como La Haya no está facultada para fallar sobre la frontera terrestre, le es indiferente la eventual diferencia entre el hito y un punto exacto en que la frontera toque el mar.
-Antes de acordar los límites marítimos con Ecuador en 2011, el Perú sostenía (lo hizo incluso en la documentación inicial presentada en La Haya en 2009) que no había un problema de delimitación marítima con el vecino del norte. ¿Hay congruencia entre esto y decir que lo que fijó las fronteras con Ecuador es el acuerdo de 2011 y no la Declaración de Santiago? El propio Presidente de Ecuador y el Presidente de Chile hicieron una declaración conjunta formal el 1 de diciembre de 2005, en la que sostuvieron que los límites habían sido fijados por la Declaración de Santiago.
-Cuando el embajador Bákula viajó a Chile en 1986, para plantear la posición peruana contraria al paralelo como límite, el Perú recogió en un memorándum su actuación. Se decía que esa era la “primera presentación” de la posición peruana. Habían pasado varias décadas desde los documentos oficiales que se referían al paralelo.
La tesis de que un arreglo provisional puede durar tantas décadas es rebuscada. Bákula también dejó en claro que el planteamiento surgía de los nuevos elementos de la Convención sobre el Derecho del Mar de 1982. La tesis chilena de que el Perú firmó y aceptó durante mucho tiempo una frontera, y luego la quiso modificar en vista de la evolución del derecho marítimo, tiene aquí un punto de apoyo.
Con respecto al triángulo exterior, estos son algunos elementos que hacen muy difícil que se atienda el segundo reclamo peruano:
-Hay seis fronteras marítimas en Sudamérica y varias más en otras partes del mundo que crean triángulos exteriores. Suele ocurrir cuando se usa el paralelo como límite. Cuando se fija una frontera, sólo se ejerce soberanía, según la jurisprudencia de la corte de La Haya, en la zona delimitada, aunque quede una zona exterior que de otro modo hubiera pertenecido a las 200 millas de una de las partes.
-El Decreto Supremo del Perú de 1947 dejaba abierta la posibilidad de extender la zona marítima más allá de las 200 millas, algo que también Chile había determinado oficialmente. Aunque sabemos que no ocurrirá, este entendimiento fijado en normas legales dificulta que el Perú ejerza soberanía en el triángulo exterior.
No se puede descartar que, en la eventualidad de fallar contra el Perú en lo principal, la corte trate de compensar esa decisión dándonos el triángulo exterior. No es demasiado probable que lo haga, porque si decide que el Perú suscribió acuerdos que delimitan la frontera y, al mismo tiempo, nos otorga el triángulo exterior, creará un precedente que puede suscitar reclamos similares de muchos otros países.
Pero como los jueces no son máquinas sino seres humanos, siempre cabe la posibilidad de que quieran evitarle al Perú un revés sin contemplaciones y nos den esta zona buscando argumentos jurídicos para ello.
Me equivoque o no, lo esencial de esta carta seguirá en pie: ha llegado la hora de que Torre Tagle dé un salto mental muy grande. El Perú tiene que poner su política exterior a la altura de su progreso económico y del mundo en que vivimos, que exige menos fronteras psicológicas y más imaginación. Una forma de hacerlo es acelerar la integración con nuestros vecinos.
¿Cuál es la razón por la que no debemos venderle a Chile gas natural o electricidad, como sostienen tantos compatriotas nuestros? En la eventualidad de que quisieran comprarlo, lo que no será fácil, dado el escarmiento que sufrieron por confiar en un acuerdo de suministro de gas con Argentina que Buenos Aires incumplió, no sólo haríamos un buen negocio: también acometeríamos un acto de integración irreversible. Integrar nuestras redes de interconexión eléctrica es algo que está al alcance de la mano.
Hay muchas formas, pero lo que importa es el principio y la voluntad. Vender gas a Chile, además de electricidad, como se lo vendemos a una decena de países, no es un acto de lesa patria: no hacerlo es un acto poco moderno.
También tendríamos que pensar -y qué rol tan importante podría jugar una Cancillería desprejuiciada en esto- en no ser un obstáculo para que Chile y Bolivia lleguen a un acuerdo que voltee la página del eterno conflicto por la mediterraneidad del segundo.
Siempre hemos vetado, porque el Protocolo Complementario del Tratado de Lima de 1929 nos lo permite, el que Chile otorgue a Bolivia un corredor por el norte de Arica, antiguo territorio peruano. No habrá razón para seguir vetando semejante solución si, eventualmente fortalecido por un resultado airoso en La Haya, Chile decide, con este gobierno o el siguiente, explorar semejante posibilidad.
Si en lugar de estar enfrentados en juicios internacionales diéramos un impulso mucho más audaz a la Alianza del Pacífico, un esfuerzo regional potencialmente más dinámico que el Mercosur y el Unasur, dado que México está preparándose para una gran década y que Brasil se resiste a ejercer el liderazgo regional que todos quisiéramos, lograríamos triunfos más transformadores para nuestros ciudadanos que los de cualquier tribunal extranjero.
¿Por qué tenemos, en nombre de una buena vecindad mal entendida, que resignarnos a que los países del Alba sean los que marcan la pauta al continente en temas regionales en lugar de intentar, sin confrontaciones ideológicas contraproducentes, que seamos los mejores quienes marcamos ese rumbo? Por “mejores” entiendo los países que van a la vanguardia de América en lo que se refiere a su ímpetu en pos del desarrollo.
Chile será el primero en cruzar ese umbral, del que lo separan unos cinco mil dólares per cápita, y el Perú puede ser uno de los tres o cuatro siguientes si logra acabar de incorporar a los de abajo a la prosperidad. Para lograrlo, tenemos que desapolillar una mentalidad que nos sirvió durante mucho tiempo, pero que ahora es un enemigo al que debemos derrotar en el tribunal del siglo XXI.
Ojalá que, si sufrimos un revés en La Haya, no nos abandonemos al rencor y lo convirtamos en una oportunidad para mostrarnos a nosotros mismos que hemos dejado atrás la infancia de la república. En parte dependerá de ustedes.

Reacciones:
Lo que no entiende el marquesito - por Ántero Flores-Araoz
Alvaro Vargas Llosa o la pluma costosa de alquiler - por Guillermo Olivera Diaz


domingo, 16 de diciembre de 2012


El Soldado Desconocido


16 de diciembre de 2012
Fuente La República
Escrito por Mario Vargas Llosa


Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de publicar: Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012).  Nacido en una aldea indígena de la sierra peruana, a los doce años se enroló, emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la “cuarta espada del marxismo”, que quería materializar en los Andes, mediante el terror, el paraíso comunista.
Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el Ejército.  Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos (campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su captura. Pero el teniente de la patrulla militar –nunca conoció su nombre, solo su apodo, “Shogún”– se compadeció del chiquillo, le perdonó la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció.  Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial, pidió su baja.
Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.  Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente, entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y la Amazonia.
Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.
El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y la mala prosa que afean a menudo los libros de los “científicos sociales” que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.
Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos –la ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el asesinato de los reales o supuestos soplones–, Lurgio Gavilán instala al lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que comienza como un sueño igualitario de justicia social se convierte pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los guerrilleros leen –en voz alta para los que no saben leer– folletos de Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias. Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros, pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez, ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser “soplones”. Todos viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad humana –robar comida, por ejemplo– pues el castigo es casi siempre la muerte.
El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden ni se respetan las más elementales leyes de la guerra.  Los prisioneros son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven la ropa y sean violadas cada noche por la tropa.
Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue testigo y tal vez cómplice no serían creíbles. Lo son, porque ha sido capaz de referir aquella  historia con una naturalidad y sencillez que sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que quien vivió, desde niño, semejantes horrores no se insensibilizara y perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el prójimo.
Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan las calandrias.
Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos, arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son como una delicada poesía en medio del apocalipsis.
Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un periodo que despierta aún grandes pasiones en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil. Memorias de un soldado desconocido muestra, mejor que cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la “gran marcha” de Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se entronizara en el país por diez años una de las más corruptas dictaduras de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la libertad el Perú vive un periodo de desarrollo económico sin precedentes en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer,  emboscado detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio Gavilán Sánchez.

Otras visiones sobre el libro: