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La columna del director del diario Correo del 24 de diciembre es especialmente significativa. Ayer, Silvio Rendón la comentó aquí. Yo quiero agregar algunas reflexiones a partir de un concepto que he estado llamando “imaginación moral”.
En primer lugar, aclaro que desconozco si tal término existe en los estudios sobre desarrollo moral, un asunto en el que no soy especialista. Yo lo he venido usando –con bastante libertad, debo admitir— para referirme a la capacidad de una persona de, por un lado, proyectar el efecto de sus acciones sobre los demás y, por otro, imaginar los sentimientos ajenos. Es una variación de la “imaginación sociológica” de la que hablaba Wright Mills.
Imaginar, por supuesto, no es lo mismo que sentir. Yo no puedo sentir la alegría o el sufrimiento de otro pero puedo hacer conmensurable mi propia experiencia con la experiencia ajena. Por lo mismo, no me puedes pedir que comparta tu alegría o tu desgracia pero sí puedes esperar que la comprenda. Asimismo, yo no experimento todos los efectos de mis acciones pero hasta cierto punto puedo proyectarlos y evaluar si causarán más daño que bien.
Una de las razones por las que cada vez me resulta más difícil sentir asco o desprecio por los demás, incluso por aquellos que han perpetrado horrendas atrocidades, se debe a que he llegado a la convicción de que una tarea verdaderamente revolucionaria y que cambiaría el mundo definitivamente es extender la imaginación moral hacia el entendimiento antes que la condena.
Lo interesante de la columna de Aldo Mariátegui es la profunda desconexión que evidencia entre el sufrimiento propio y el ajeno. Aldo Mariátegui considera que cabe recordar cómo el gobierno socialista de Velasco le aguaba la Navidad al impedir la importación de juguetes que otros –los que tenían la fortuna de tener padres con mucho más dinero— sí podían tener. Advirtamos que el director de Correo no es totalmente ignorante de lo que le sucedía a otros. Veamos este pasaje de su texto:
Lo interesante es que Mariátegui considere necesario expresar aquello que “le jode mucho” pero que no se plantee el derecho de otros a lo mismo. Para Mariátegui, no haber tenido ciertos juguetes cuando él era niño es un motivo más de justa ira y condena a un gobierno que considera oprobioso. Pero cuando se trata de niños que han visto asesinados a sus padres o de madres que han sufrido la desaparición de sus hijos la evaluación moral cambia radicalmente. Como me comentaba un amigo, ahora sabemos que Aldo Mariátegui no es un enemigo de la memoria. Es, en realidad, amigo de una memoria selectiva: aquella que comprende el sufrimiento de él y de otros como él.
Sonará frívolo y engreído (ya me imagino cómo reaccionarán Lévano y Wiener) que un niño burgués se queje de esto en un país con tantas carencias -que eran mucho peores en esa época, donde los pobres limeños usualmente comían Nicovita, un alimento para aves-, pero cada uno habla desde cómo le fue en esa feria, y sí pues, me jode mucho (y miro con sana envidia a los niños actuales) no haber tenido más juguetes que algunos pocos y lógicamente algo estropeados que heredé de mis hermanos mayores, sólo porque a algún estúpido cachaco se le ocurrió que “no era prioritario gastar divisas en éstos”, como si la economía funcionase como un cuartel.Yo también tengo recuerdos del gobierno reformista de Velasco (*) y de la “segunda fase” de Morales Bermúdez. No recuerdo que me haya faltado un juguete que otro sí tenía –tal vez porque no tenía amigos ricos— pero sí recuerdo a cientos de niños que he visto sufriendo de varias maneras en la época en que mi padre ejercía la pediatría en casa. Gracias a este contacto, nunca sentí resentimiento por lo que no tenía. Sí, en cambio, sentía una gran tristeza por lo que otros no tenían o por las experiencias de dolor que atravesaban. Cuando pienso en mi infancia me traslado inevitablemente a la melancolía no debida a ningún sufrimiento personal pero sí al que veía a diario en los rostros de otros. Hablo de niños maltratados con heridas y quemaduras, desnutridos al punto de que su pelo quedaba descolorido, de madres desesperadas y que no podían pagar las consultas ni las medicinas, en general, de diversas víctimas de la pobreza y la ignorancia.
Mi propio resentimiento o mi propia carencia debería ser un mecanismo para entender los resentimientos y las carencias de los otros. Si yo siento dolor, debería imaginar cómo es el dolor de los demás. Si no soy capaz de olvidar que no pude tener el juguete que otros pocos sí tenían, debería comprender cómo otros, con mucha más razón, no son capaces de olvidar el asalto de sus casas, la matanza de sus familiares, la violación y, a la larga, la marginación y el destierro.
Yo no tengo ningún problema en que se abra un museo en memoria de los juguetes que Aldo Mariátegui no tuvo. Pero no entiendo entonces por qué no puede haber un museo en memoria de otras pérdidas que, sin duda, son mucho más graves. Si no podemos conectar una emoción con la otra, es porque sencillamente nuestra imaginación moral es de una estrechez asombrosa.
Sí hay una solución al resentimiento. No consiste en negar el resentimiento de los otros sino de reivindicarlo. No consiste en odiar al que se me opone sino en comprenderlo. Mi sugerencia es que Aldo Mariátegui y todos los que se sientan como él compren varios juguetes –digamos cuando menos unos diez, lo que no es mucho dada la expansión económica que Mariátegui celebra—y que, en nombre del niño que ellos fueron, se los regalen a los niños que ahora son.
(*) Lo que más detesta mi memoria del general Velasco no son las prohibiciones a las importaciones sino sus larguísimos y tediosos discursos. Debido a ello, tal vez yo me haya vuelto un fanático de la parquedad y un enemigo de la habladuría y la demagogia.
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