miércoles, 23 de diciembre de 2009
¿ES NECESARIA UNA COMISIÓN DE LA VERDAD EN EL PERÚ?
Revista QuéHacer
Eduardo Dargent Bocanegra
¿Vale la pena investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la lucha contra la subversión? ¿No iría esta búsqueda de la verdad en contra de una paz muy arduamente buscada, al revivir el conflicto? Las recientes discusiones sobre la conveniencia de crear una comisión de la verdad para investigar la violencia producida en el contexto de la lucha antisubversiva en nuestro país nos llevan a enfrentar estas preguntas y problemas.
En este breve artículo discutiré si las dos razones que generalmente se señalan para justificar la creación de estas comisiones tienen sustento en el Perú: la reconciliación de las partes en conflicto («cerrar heridas») y la necesidad de establecer la verdad histórica para prevenir que estos hechos se repitan. Antes de plantear algunas respuestas, es preciso señalar las características de estos mecanismos de búsqueda de la verdad.
I. ¿Qué es una comisión de la verdad?
Las comisiones de la verdad han tenido por objeto investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas en situaciones de conflicto interno. Argentina y Chile después de sus dictaduras, El Salvador y Guatemala tras la guerra civil o Sudafrica al caer el régimen racista, son ejemplos de Estados que optaron por investigar la verdad por medio de estas comisiones.
Cada realidad dará lugar a instituciones con mandatos distintos, por lo que es imposible establecer una receta única; sin embargo, existen algunas características comunes. En primer lugar, las comisiones deben ser conformadas por personalidades independientes que otorguen legitimidad a sus investigaciones. De no ser así, la verdad descubierta no gozará de credibilidad frente a la población y las partes en conflicto. Asimismo, es importante tener en cuenta que una comisión de la verdad no puede condenar ni castigar a nadie, quedando esta decisión en manos del Poder Judicial luego de un proceso penal.
La ventaja de las comisiones frente a las investigaciones que pudiese realizar el Poder Judicial, es que sus procedimientos y conclusiones son más comprensibles para la sociedad. La justicia penal es complicada, lenta, formalista, manipulable por los poderes fácticos, mientras que una comisión puede realizar un trabajo independiente, ágil y lograr una mejor difusión de la verdad descubierta. Nada impide, por lo demás, que estos mecanismos sean simultáneos.
II. ¿Una herida abierta y sangrante?
Como primera razón para crear una comisión de la verdad se señala que resultaría conveniente hacerlo como forma de promover la reconciliación nacional, cerrar las heridas que han quedado abiertas tras la guerra interna. Esta posición nos hace pensar en un país quebrado por el conflicto, dos grupos enfrentados que necesitan hacer las paces para iniciar un proceso de vida común. Creo que esta perspectiva no refleja la situación del Perú. Sin duda, entre las víctimas encontramos personas que han perdido seres queridos y que no han recibido ningún tipo de reconocimiento en su sufrimiento; mucho menos se ha sancionado a los responsables. Ellos sí tienen heridas abiertas. Pero, ¿es éste un problema que forme parte del debate público cotidiano? Creo que no.
En el Perú hubo más desaparecidos que en otros países, 4022 según un reciente estudio de la Defensoría del Pueblo, pero su relevancia en el debate político es mucho menor. ¿Por qué? Pienso que la existencia de una sociedad civil con muy distintos grados de ciudadanía explica esta situación. Concuerdo con García Sayán en la respuesta: «La condición de indígenas de la mayoría de las miles de víctimas explicó y explica porqué los cerca de 3000 desaparecidos peruanos reportados ante las Naciones Unidas han significado muy poco en reacción nacional o en escándalo internacional frente a los 900 generados durante toda la dictadura de Pinochet o los 90 producidos durante la dictadura castrense uruguay». Vivíamos en democracia, con mayores posibilidades de conocer estos crímenes que quienes han vivido regímenes represivos, y sin embargo a muy pocos les importó. En el Perú, a diferencia de Chile o Argentina, mis amigos del barrio no podían desaparecer. Los desaparecidos estaban lejos, en la montaña. Creo que por eso nos importaron tan poco.
En otro trabajo, para explicar el alto número de inocentes condenados en procesos por terrorismo, he señalado que parecieran convivir en el Perú dos tipos de personas: súbditos y ciudadanos. Los desaparecidos, campesinos quechuahablantes en su mayoría, con una débil consistencia ciudadana y sin posibilidad real de garantizar sus derechos, pueden ser calificados como súbditos más que ciudadanos. Al iniciarse la violencia, las Fuerzas Armadas optaron por aplicar una estrategia militar que tenía como característica amedrentar al sector de la población supuestamente tentado de apoyar a Sendero. La escasa consistencia ciudadana de este sector facilitó su acción. Manuales desfasados de las fuerzas armadas norteamericanas, utilizados en sus fracasos asiáticos de los sesenta, inspiraron esta aberración. Una estrategia no sólo injustificable por su salvajismo: también resultó un fracaso en términos militares, pues se perdió la oportunidad de lograr el apoyo de la población en un momento en que el extremismo de Sendero era ya evidente. Entre dos fuegos, muchos optaron por el «otro sendero», migrando a las ciudades.
Es muy distinto ser una víctima con contactos, amigos que puedan denunciar lo sucedido o con la posibilidad de pagar abogados, que personas que no tienen valor para el Estado, incluso indocumentadas. Nuestros desaparecidos se parecen más a las decenas de miles de indígenas muertos en Centroamérica que a los desaparecidos argentinos o chilenos. Con ello no pretendo decir que en Chile o Argentina no se mató a personas de clases bajas. Lo que quiero resaltar es que, en conjunto, sus víctimas estaban más cerca de ser ciudadanos que la mayoría de los desaparecidos peruanos. En esas sociedades sí existe un fuerte movimiento ciudadano que pide justicia y exige conocer la verdad de lo sucedido.
Creo que otra razón que explica el desinterés por el tema es que los grupos derrotados nunca gozaron de simpatía, especialmente por lo sanguinario de sus actos y lo trillado de sus postulados. Aquí no hubo una guerra civil ni rebeldes populares. Es por ello que los inocentes que pudiesen haber muerto al combatirlos, inconscientemente no son asociados por buena parte de los peruanos con una conducta injusta del Estado. Para muchos, el fin justificó los muertos.
Me parece claro que la opinión pública peruana no pide respuestas sobre lo ocurrido: no le interesa solicitar explicaciones, ni presiona por ellas. Los desaparecidos y sus familiares no son un grupo relevante para la sociedad. El argumento de la reconciliación nacional, válido para otras realidades, no es adecuado para nuestro país. No dudo de la buena voluntad de quienes lo propugnan, pero no creo que tenga fundamento. Pienso que una comisión de la verdad debe tener como objetivo mostrar a la población, precisamente, por qué esas heridas no se produjeron. Y por ahí va mi respuesta.
III. Descubrir la verdad: ¿sirve de algo conocer el nudo?
Una segundo argumento para promover la creación de comisiones de la verdad es aceptar que sólo conociendo la verdad, por dura que sea, es posible cambiar tradiciones arraigadas en la sociedad y sentar las bases de una verdadera cultura democrática. De esa manera se puede prevenir que estos hechos puedan repetirse. Pero, ¿es esto necesario? Tal vez una manera de estudiar este argumento sea partir de las posiciones de dos personajes públicos sobre el surgimiento de la violencia.
Martha Chávez ha señalado que Sendero fue causado por unos cuantos profesores izquierdistas equivocados y que no vale la pena hablar más del asunto. Rafael Rey ha dicho, al hablar de la amnistía por la que votó, que los movimientos de izquierda invocaban el odio destructivo y no la unidad. Si lo entiendo bien, fueron ellos quienes habrían creado «artificialmente» el odio que motivó la violencia. Si es así, conocer las causas del surgimiento de la violencia no es necesario, pues las respuestas son sencillas: una educación dogmática y un resentimiento exacerbado. Si no existen profesores rojos ni ideologías equivocadas, no habrá violencia. Por ello, mejor es olvidar y pasar la página.
Este discurso peca de simplista y conservador. Para que esas enseñanzas cargadas de un fanatismo irracional hayan generado adeptos dispuestos a matar y morir por su lucha, debe, necesariamente, haber existido condiciones que motivasen esta opción. Si profesores o activistas hablan a jóvenes con pocas expectativas en la vida de desigualdad, exclusión, violencia, maltrato, racismo, y ellos viven cotidianamente con esa realidad, pues el discurso se hace atractivo. No reconocer el problema implica optar por un olvido irresponsable. Se repite el típico argumento conservador de ver en los fenómenos sociales cuestiones patológicas, antes que problemas que deben ser solucionados. Y esto ha sido una constante en el Perú. No veo mayor diferencia entre el desinterés que existió a inicios de siglo, cuando miles de indígenas del Putumayo fueron masacrados por caucheros, y las matanzas de campesinos de las décadas pasadas.
Pienso todo lo contrario. De no buscar en el pasado para conocer la verdad, corremos el riesgo de no aprender nada como sociedad, dejando un mensaje claro en favor de la impunidad y la desigualdad. Una comisión de la verdad debe investigar para descubrir lo sucedido y aprender de ello. Una forma de construir ese reconocimiento es, precisamente, mostrar a la opinión pública lo que sucede cuando la vida importa tan poco y algunos pueden ser tratados como desechables.
La respuesta no es, entonces, que debemos investigar para curar heridas. La respuesta, en mi opinión, es que investigar implica tirarle en la cara al país una verdad terrible: la sociedad peruana no es justa ni reconoce en igual medida a sus miembros; tanto así que muchos de ellos pudieron ser muertos o desaparecidos. Una comisión de la verdad debe hacer que esas víctimas y sus familiares tengan rostro, una historia y alguien que la escuche, reparación moral y material. Entonces, ya nadie podrá decir que no pasó, que son exageraciones, que nunca supo o que se lo merecían. Este reconocimiento nos lleva a otro: el de quienes, en nuestro país, todavía distan de ser ciudadanos.
Hay otras dos buenas razones para investigar. En primer lugar, la comisión podrá realizar un estudio serio de los actos de lesa humanidad que cometieron los grupos subversivos y describir cuan sangrientos fueron sus métodos. Es necesario desterrar el mito que aún existe entre ciertos sectores en el primer mundo en relación con los grupos extremistas. Todavía hay quienes ven en Sendero o el MRTA a luchadores sociales, desconociendo su profundo carácter antidemocrático y, en el caso de Sendero especialmente, su desprecio por los derechos humanos. La crítica a los proyectos revolucionarios antidemocráticos es, pues, un deber de la comisión.
Además, conocer la verdad permitiría reducir la cultura del secreto que ha existido tradicionalmente al interior de las fuerzas armadas. Dentro de una mal entendida concepción corporativista es preferible lavar los trapos sucios en casa que mostrar públicamente la verdad y enmendar errores. Lo que es peor: los errores se toman como virtudes. Todos hablan de la victoria frente a Sendero, pero sólo a nivel interno se reconoce la terrible equivocación cometida durante los primeros años de la lucha. Otra vez nos encontramos con la idea premoderna del Estado soberano, aquél que no debe ser cuestionado pues se podría afectar al principio de autoridad.
No se trata de una pregunta por el pasado, sino de un proyecto hacia el futuro. Proyecto que pasa por determinar si queremos que las siguientes generaciones vivan en un país como éste o si creemos que vale la pena cambiar. No se trata de curar heridas, sino de reconocer que fuimos tan indolentes que, a pesar del sufrimiento de muchos, esas heridas no se produjeron. Reconocer que este tipo de sociedad es una puerta abierta a nuevas violencias e injusticias. Nada hace pensar que, por sí solos, los dinosaurios vayan a desaparecer. Por el contrario, optar por el olvido es alimentarlos.
IV. Conclusión: la conciencia del pecado
Un primer objetivo de la comisión debe ser determinar la responsabilidad del Estado y de los grupos subversivos en la violencia, recogiendo testimonios y reconociendo las causas que motivaron esta situación. Es importante que el Estado colabore en el esclarecimiento de los hechos para mostrar que la actitud ha cambiado y que la responsabilidad puede ser asumida. Acciones claras en este sentido son que brinde toda su colaboración en la ubicación de las fosas comunes, que pida perdón a los familiares, que los escuche. Poner fin a esa burla, a ese macabro trámite de expedientes de desaparecidos que se mueven de un lado a otro sin que se obtengan respuestas.
Concuerdo con lo que señala Jurgen Habermas, refiriéndose al holocausto y el pueblo alemán: «Sólo la sensibilidad frente a los inocentes torturados de cuya herencia vivimos es capaz también de generar una distancia reflexiva respecto a nuestra propia tradición, una sensibilidad frente a la terrorífica ambivalencia de las tradiciones que han configurado nuestra propia identidad. (...) Es cierto que no podemos buscarnos nuestras propias tradiciones, pero sí que debemos saber que está en nuestras manos el decidir cómo podemos proseguirlas. (…) Pues toda prosecución de la tradición es selectiva, y es precisamente esta selectividad la que ha de pasar hoy a través del filtro de la crítica, de una apropiación consciente de la propia historia o, si usted quiere, por el filtro de la "conciencia del pecado"». Ésta es, entonces, mi respuesta a las interrogantes planteadas: es necesario investigar, tomar conciencia de nuestro pecado, para construir una comunidad más justa en la que estos hechos no se puedan repetir.
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