De estos casos, existen cientos en la zona más pobre de la sierra y ceja de selva del país, avasallada -por más de una década- por verdaderos escuadrones de la muerte, premunidos de una supuesta autoridad delegada por el Estado o ideología “revolucionaria”.
Resulta tedioso recordar la macabra guerra que se desató en la capital, cuando el terrorismo fue desplazado de sus principales bases en el campo. Aunque los muy jóvenes no lo vivieron, aquellos que pasan los treinta años de edad en adelante, sí lo experimentaron en carne propia. Quién no fue retenido en una redada policial, o tuvo un familiar o amistad cercanos tocados por el espiral sangriento que se desató desde 1980.
Y, claro, uno de los principales bandos que se jugó el pellejo en esta guerra, fueron las organizaciones defensoras de los DD.HH, que cumplieron un papel principal para frenar el afán de venganza de ciertos sectores del Estado, que pretendieron institucionalizar la razia a los derechos fundamentales para combatir al terror. Ciertamente que, en el camino, cometieron errores como casi convertirse en desenterradores de los cadáveres de los emerretistas que murieron en la embajada del Japón o el pedir recientemente que el MRTA sea excluido de la lista de movimientos que invocan el terrorismo como forma de lucha.
Por lo demás cumplieron un papel fundamental como tarugo social y legal, evitando el abuso de poder y, fundamentalmente, defendiendo a inocentes acusados de cometer el delito de terrorismo. Por ello se han ganado el odio de los sectores más duros de la extrema derecha que piden arrasar con todo lo que choque con su visión de impunidad para quienes combatieron a la subversión, y de que manera.
Sus mayores mentores ya los conocemos: El máximo exponente, fue el fallecido impunemente General EP (r) Luis Cisneros Vizquerra, quien fundó el soporte ideológico para que los militares cometieran los más impensados crímenes en los departamentos de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica, allá en la primera mitad de los 80s.
Este militar, idolatrado por el sector más fascista del Ejército, justificó la doctrina de asesinar a 60 campesinos aunque solo se compruebe después que solo tres eran realmente terroristas. Por ello, toda la década de los 80s, las FF.AA con el aval de los presidentes Fernando Belaunde, primero, y Alan García, después, aplicaron la política de tierra arrasada, liquidando a poblados enteros, sospechosos de apoyar a los senderistas.
Si cabe la expresión, el llamado “gaucho” Cisneros Vizquerra se convirtió en el ideólogo de los genocidas en el Perú, tal como lo comenta el blogger Rodolfo Ibarra, recordando una truculenta entrevista que le hiciera al militar la periodista María del Pilar Tello en 1989.
Después le seguirían muchos adoradores de esta doctrina, como el general Clemente Noel Moral, involucrado en la matanza de 8 periodistas en las alturas de Uchuraccay, los generales Adrian Huamán, Wilfredo Mori y el mismísimo monseñor Juan Luis Cipriani, quien de protagonizar peleados partidos de basquetbol en la década de los 70s, pasó a santificar, con sotana y todo, las atrocidades que se cometían en el cuartel “Los Cabitos” de Ayacucho.
Para escarbar la historia de abusos y crímenes y hallar a las víctimas, así como sancionar a los perpetradores, hace falta que muchos de los involucrados debelen sus secretos mejor guardados. Por ejemplo, se requiere que el personal de tropa de ambos frentes de la guerra revele los lugares de entierro de las victimas de “ajusticiamientos”, civiles y militares, o de los considerados “soplones” o “infiltrados”. En suma, para que todos los desaparecidos aparezcan, se requiere, a parte de voluntad política, leyes que incentiven a los protagonistas a contar la verdad. Tal como se intenta hacer en Chile para desentrañar las barbaridades de la era pinochetista.
Putis es un ejemplo claro de la inacción que provoca el terror. Han tenido que pasar 25 largos años para que los pobladores, que sabían que sus familiares habían sido enterrados en la zona, se hayan animado a exigir la exhumación de los cadáveres.
Para conjurar que la historia no se repita, buenos son museos de la memoria, pero más urgente es la puesta en marcha de una agenda que internalice en la población la necesidad de defender el derecho a la vida y todo lo que le subyace, incluso, exponiendo para ese fin hasta nuestra propia vida.
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