19.4.11
Fuente Puente Aéreo
¿Un país gobernado desde la cárcel?
La mayor dificultad que enfrenta uno al escribir sobre Keiko Fujimori como candidata presidencial radica en la ostentosa vacuidad del personaje, lo hueco de su discurso, lo bochornosamente superficiales que son cada una de sus frases.
En algún momento, uno deja de preguntarse cómo una persona tan anodina puede estar tan cerca de la presidencia de un país y empieza a preguntarse cómo hacen los ciudadanos de ese país para aguantar la risa ante lo ridículo de la situación. Luego, claro, uno entra en cordura y recuerda que nada de esto es digno de risa.
Keiko Fujimori, por un lado, representa al colectivo más dañino que haya alcanzado el control político del Perú en toda su historia, el más corrupto, el que más profundamente banalizó los problemas del país para usarlos como tapadera del largo delito que fueron los once años del gobierno fujimorista.
Por otra parte, el fujimorismo en sí es el síntoma y la vía de escape de zonas de la sociedad que prefieren tres cosas: pefrieren el patronazgo antes que el abandono (desde la perspectiva de los más pobres); prefieren el clientelaje a la imaginación productiva (desde la perspectiva de quienes quieren medrar sin obligaciones); prefieren la paz brutal de las armas a la difícil paz de las leyes (éstos los hay en cada clase social, pero abundan entre quienes creen que sólo los peruanos de la ciudad y, sobre todo, de la clase media hacia arriba, merecen una plena ciudadanía).
Keiko Fujimori no sólo representa al fujimorismo como candidata y princesa heredera. También lo representa porque encarna esa forma de maldad trivial que el Fujimorismo ha querido desde siempre hacer rasgo de la nación: el orgullo de la impunidad, la mentira como único lenguaje, la mediocridad intelectual como requisito universal, la moral lumpen como reemplazo del sentido común.
En sí misma, Keiko Fujimori es un cero a la izquierda que el Perú no merece como presidenta: su elección sería la coronación final del principio básico del fujimorismo: que el país es insignificante, secundario, que la política como pacto y debate no tiene lugar entre los peruanos, que la inteligencia es inútil y estorba, que la limpieza ética y moral es accesoria y dispensable. La elección de Kenji Fujimori, su voluminosa victoria electoral, es un primer anuncio de que ese modo de ver al Perú está imponiéndose.
Alberto Fujimori llegó a la política peruana retratándose como un trabajador honrado, hijo de migrantes humildes, un modernizador ferviente con la fe puesta en la tecnologización, un maestro universitario que traía consigo la laboriosa dedicación del académico y que, sin embargo, era uno más del pueblo.
Veintiún años más tarde, el fujimorismo es, en la imaginación de muchos peruanos, un agente del orden, una mano de hierro, el sentido común encarnado en el fusil y la ametralladora, una maquinaria que garantiza la prosperidad económica y que, por ello, tiene una especie de derecho natural al latrocinio: crea condiciones para la riqueza y por tanto hay que perdornarle que aproveche la coyuntura para el doloso beneficio de sus líderes y sus funcionarios, es decir, para el robo. El fujimorismo es la imposición del lumpen (dentro de toda clase social) y su principio es el pragmatismo autócrata sin rendición de cuentas, sin conciencia, sin necesidad de justificación moral, lo que, en desmedro de la jungla, solemos llamar "ley de la selva".
La campaña de Keiko Fujimori hasta este punto ha tenido dos objetivos políticos: maquillar de juventud y relativa inocencia la sucia trastienda de la dictadura de los noventas y convencer a dos tipos de votante: por un lado, los que no recuerdan o no vivieron o no sufrieron los crímenes; por otro lado, los que con un simple empujón están dispuestos a fingir que no recuerdan, o que perdonan, porque, finalmente, el garrote de la dictadura cayó sobre espaldas ajenas.
Pero tiene un objetivo superior, para el cual se ha preparado a Keiko Fujimori desde hace una década: rescatar de la cárcel a los rateros y a los demás criminales, y reponer en el poder a la misma banda de delincuentes que nos gobernaron durante once años, incluyendo al jefe mayor, su padre, quien evidentemente no será espectador inmóvil del triunfo de su pupila: para ese momento la ha formado, para el momento en que le permita (a él) regresar.
Y ninguno de nosotros sabe cuán amplia será esa mano liberadora: ¿saldrá sólo el capo, saldrán los demás? ¿Saldrá Montesinos? ¿Cómo lidiará Fujimori ahora con su alter ego, Montesinos, sabiendo que él conoce todos los secretos que podrían rematar su carrera criminal (que otros llaman carrera política) de una vez y para siempre? ¿Alguien es tan ingenuo como para suponer que en estos años, en las audiencias públicas, Montesinos se ha deshecho de esos secretos, que son todo el capital de manipulación que le resta en la vida?
Al juzgar a Fujimori, encarcelarlo, encontrarlo culpable, el Perú dio un ejemplo mundial: un mandatario sí está obligado a rendirle cuentas a la nación, no importa cuán omnímodo haya sido su poder. Liberar a Fujimori sería decidir, al cabo de unos años, que ese esfuerzo de recomposición moral fue inútil, que fue innecesario o careció de importancia.
Cuando se eligió a Alan García empezó a establecerse en el Perú el reino del absurdo: un país que decide que el peor gobernante de su historia merece una segunda oportunidad, por encima de cualquiera que aspire a la oficina presidencial. Ahora, algunos se aprestan a refrendar la idea, devolviendo el poder al mismo elenco de personajes funestos que conformó el más corrupto de nuestros gobiernos, bajo la falacia de que Keiko Fujimori no tiene por qué repetir los errores del padre.
Pero Keiko Fujimori no cree que esos errores hayan sido tales, o que hayan sido significativos, y juzga que el gobierno de su padre fue "el mejor de la historia del Perú". Una vez que ella ha declarado eso, no tenemos por qué dudar de su afirmación: ese es el gobierno que ella quiere repetir, para eso ha convocado a las mismas personas. Cuando ella se siente, si es que se sienta, en el sillón presidencial, ya sabremos quién le dictará las órdenes al oído. El Perú está a punto de ser gobernado desde la prisión (aunque ese escenario será pasajero), por un criminal. ¿Eso es lo que queremos?
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