jueves, 28 de enero de 2010


Las tres instancias de la otredad (1 y 2)

                                              (Foto: M. Pisarro)
Extraído del blog Nerds All Star

Publicado por Marcelo Pisarro
26/01/2010

Hacía bien el filósofo francés Michel de Certeau cuando apelaba a la analogía de las calles y los textos. Las calles y los textos proponen ciertos recorridos, ciertas lecturas, ciertos trayectos. Pero uno puede seguirlos de diferentes maneras, o no seguirlos, o inventarse otros nuevos. Por ejemplo, en lugar de comenzar a leer el periódico por la primera página, puede ir directamente a la sección de espectáculos, a los resultados de las carreras hípicas, a la columna de opinión de tal y cual celebridad de las letras. Puede subrayar las partes que le interesan, completar el crucigrama, dibujar dientes negros en los rostros de las fotografías o ―como el Jefe de Gabinete Aníbal Fernández dijo acerca del diario Clarín― emplearlo para envolver huevos.

También con los recorridos por la ciudad sucede algo parecido: se puede dar una vuelta en una esquina o en otra, detenerse a mirar vidrieras, sentarse en un bar, seguirle los pasos a una chica linda que pasea un perro o simplemente ser guiado por una suma azarosa de desvíos. La palabra clave es “desvío” y del desvío, como de tantas otras cosas, a veces hay que volver.

Existen desvíos en la lectura y en los paseos, aunque también existen desvíos en la escritura. Por ejemplo, el ensayista Aníbal Ford abusaba a diestra y siniestra de esos desvíos, y lo hacía de manera explícita: abría un paréntesis, escribía “desvío”, ponía dos puntos y se salía del argumento principal a gusto. Luego volvía. El texto se enriquecía, el desvío llevaba a algún lugar.

Pues bien, estaba diciendo que la otra mañana estaba aburrido, que me dispuse a inventarme una obligación para salir vagabundear por las calles del Cusco, en Perú, y de pronto comencé a hablar sobre choclos.

El choclo era sólo un desvío.

Lo importante era lo que sucedió antes del choclo, antes de cumplir con la obligación inventada, antes de abrir un paréntesis, explicitar el desvío y poner dos puntos.

(Desvío: choclo)

De vuelta al trayecto.

Era temprano. Poca gente por la calle. Aunque no llovía, el cielo estaba encapotado y se anunciaban más tormentas. Caminaba hacia la Plazoleta Espinar, donde está montada la feria de libros, en busca de un tomo del Inca Garcilaso de la Vega. Bajé por Siete Angelitos y tomé el pasaje Siete Culebras, que desemboca en la Plazuela de Las Nazarenas. Esta plazoleta se encuentra flanqueada por el Museo de Arte Precolombino, la capilla de San Antonio de Abad y la casa de Jerónimo Luis de Cabrera, adelantado español y fundador de la ciudad argentina de Córdoba en 1573.

Fue entonces cuando los vi.

Estaban la chola, estaban las cholitas, estaban las llamas, estaban las llamitas y estaba el turista mirando en derredor para que alguien le tomara una fotografía.

Seguí caminando, la vista clavada en el suelo. El turista (un tipo de unos treinta y pico de años) empezó a chistar y a mover los brazos. Seguí caminando.

―¡Jelou, jelou!

Seguí caminando, simulando que estaba enfrascado en mis propios asuntos o concentrado en un objeto invisible que avanzaba por las baldosas un paso delante de mí.

―¡Jelou, jelou!

Pero la plazoleta es plazoleta, breve, y no había nadie más. Imposible ignorarlo durante mucho más tiempo.

―¡Jelou, jelou!

Bien, hora de un desvío.

Feria de Purmamarca, Provincia de Jujuy. Estas imágenes, que no son de Cusco (como la de arriba), se justifican por el desvío que sigue. Alcanza con ver, en el ángulo inferior de la fotografía que abre la serie, las muñecas de las cholitas jujeñas; el resto es yapa étnográfica. (Fotos: M. Pisarro)

Entre los souvenirs con mayor demanda del norte de Argentina (en provincias como Salta o Jujuy) se cuentan las cholitas. Son muñecas que representan a las mujeres indias, elaboradas con telas, lanas, semillas, frutos secos. Se las encuentra en ferias, puestos callejeros, casas de recuerdos; las mujeres las llevan en canastas a los puntos donde encontrarán turistas o viajeros. Se venden muy bien.

El éxito de estos souvenirs suele explicarse por el bajo precio y el alto cuidado en su elaboración. Pero también porque estas muñecas representan a un “Otro”. Recuerdan, convierten en baratija, una suma de rasgos estéticos y físicos (las trenzas negras, los ojos achinados, las sandalias, la ropa multicolor, las cacerolas de barro, el aguayo con alguna cabecita asomada) asumidos por los compradores como diferencia, exotismo, un margen de “otredad” sincrónica y diacrónica: ellas, las cholas.

Estas muñequitas se consiguen en toda la región andina central, en las localidades y circuitos turísticos asociados al imperio inca. Aunque cambian algunos detalles (de materiales, de diseño, de objetos: las de Bolivia suelen llevar aguayos con niños y las del norte argentino prefieren las vasijas con algún alimento, pero no es un rasgo determinante ni homogéneo), las diferentes versiones se parecen lo suficiente como para que pueda hablarse de una sola muñeca. Varía su gentilicio (la cholita salteña, la cholita jujeña, la cholita paceña, la cholita cusqueña), pero la muñeca es la misma.

O también: la chola es la misma.

La expresión “chola”, femenino del masculino “cholo”, presenta unos cuantos problemas. El significado más antiguo del término es despectivo. Lo usaban los españoles, en el siglo XVI, para referirse a los indios americanos. “Cholo” viene de “xolo”, diminutivo de “xoloitzcuintli”, palabra náhuatl para referirse a los perros sin pelo mexicanos. En el libro de Garcilaso de la Vega que estaba yendo a buscar, Comentarios reales de los incas, publicado en 1609, puede leerse: “Al hijo de negro y de india, o de indio y de negra, dicen mulato y mulata. A los hijos de éstos llaman cholo; es vocablo de la isla de Barlovento; quiere decir perro, no de los castizos (raza pura), sino de los muy bellacos gozcones; y los españoles usan de él por infamia y vituperio”.

“Cholo” se usó para referirse a los mestizos (la palabra quechua “chulu” significa “mezclado”), a los indios urbanizados, a los indios de las montañas; incluso, en los tiempos de los Estados-nación, para vilipendiarse de país a país: en Chile se oye a menudo tratar de cholos a los peruanos o los bolivianos, señalando su provincianismo, atraso, primitivismo.

En la actualidad el término “cholo” se emplea en buena parte del continente americano. Planteándolo en términos esquemáticos, en la región andina central parece haber dos tendencias: quienes afirman que el término “cholo” perdió su carácter peyorativo, y quienes afirman lo contrario: que sigue siendo ofensivo, discriminador, racista.

En Perú se discute bastante sobre esto: si hablar de cholos sigue siendo una forma de referirse a los perros, o si hablar de cholos es referirse a una identidad nacional que los representa ante sí y ante los demás. El cholo como epítome ―y como suvenir― de la cultura andina.

Sea como fuere, lo concreto es que en buena parte de los Andes centrales y de los circuitos asociados al imperio inca, las cholas son personas que se identifican por ciertos rasgos étnicos, ciertos modos culturales que van del vestido a la lengua, el trato de los hijos, la alimentación y un inabarcable etcétera. Y estas personas no sólo se refieren a sí mismas como cholas, sino que confeccionan y venden esas cholitas a las que entienden como signo de otredad (desde la mirada ajena) y, por ende, de propia identidad.

―¡Jelou, jelou!

Fin del desvío, vuelta al sendero principal.

(+) La vuelta al sendero principal, muy pronto: así se explicará el título de "Las tres instancias de la otredad", pues, hasta el momento, parece gratuito.

Las tres instancias de la otredad (2)



                        (Foto: M. Pisarro)

―¡Jelou, jelou!

El turista sacudía los brazos. Más atrás, la chola, las cholitas, la llama y las llamitas. El cielo encapotado, había llovido mucho y llovería todavía mucho más. La Plazuela de las Nazarenas, en la ciudad peruana de Cusco, estaba desierta y no podía seguir haciéndome el distraído. Tenía que aceptar la interpelación, sumarme a la interacción y volverme partícipe de la primera instancia de la otredad: ser aquél que fotografiara al turista junto a la chola, las cholitas, la llama y las llamitas.

―¡Jelou, jelou!

Me detuve, lo miré y ensayé cierto leve cabezazo al aire combinado con un arqueo de cejas: ¿qué?

―Can iu plisss teik mi a pictchuurrr güit de…?

Hizo un ademán hacia la chola, las cholitas, la llama y las llamitas. Asentí. La clave reside en quedarse con la boca cerrada. Si no hablás, nadie sabrá de dónde sos, qué idioma conocés, qué estás haciendo ahí. Alcanzan los gestos. Si hablás, se corre el riesgo de seguir hablando.

―Du iu spik espanish?

Ufa. El tipo tenía una cara de argentino-en-busca-de-charla que se le caía al piso. Negué con la cabeza. Dios salve a mi fenotipo soviético.

El tipo se sentó junto a la chola, las cholitas, la llama y las llamitas. Tomé tres fotografías. Le devolví la cámara.

―Du iu uant...?

Completó la expresión con gestos: ¿Querés que te saque una foto junto a la chola, las cholitas, la llama y las llamitas?

Negué. Levanté levemente la mano a modo de saludo y salí en busca de mi libro de Garcilaso de la Vega y el posterior choclo. El lenguaje corporal es fabuloso.

―¡Zenkiu veri mach! ―gritó a lo lejos el turista latoso.

Esta es la primera instancia de la otredad: reconocer que el otro es diferente y que esa diferencia tiene un valor de mercado, pero hacer, de esa diferencia y de ese valor en el mercado, un hecho equivalente e indisoluble.

Mercancía y diferencia son un mismo artefacto: la chola y el acto de fotografiarla por ser chola forman parte de una misma operación cognoscitiva.

La ciudad de Cusco, “ombligo del mundo”, alguna vez capital del mayor imperio conquistador latinoamericano, es en la actualidad el centro de un enorme circuito turístico sostenido por palabras como “inca”, “patrimonio”, “ruinas”, “arqueología” y “precolombino”. Meca obligada de los recorridos turísticos de la “cultura andina”, su bello y cuidado casco histórico es visitado diariamente por millares de viajeros buscando esa primera instancia de la otredad: un “otro” exótico que fotografiar y cuya imagen llevarse como suvenir. Un “otro” exótico fácil de apropiar. Mejor todavía: institucionalmente fácil de apropiar.

Todos parecen tener algo que ofrecer al turista (artesanías, bebidas, cuadros, ropas, comidas, alojamiento, masajes, excursiones, cambio de divisas), e incluso aquellos que podrían no tener nada para ofrecer, ofrecen su misma otredad: la imagen de esa otredad.

―¡Teik mi a pikchur, míster!

Quienes ofrecen ser fotografiadas son mujeres y niñas, enfatizando cada elemento asumido como propio de su “cholitud”: el peinado, la ropa, los accesorios, los animales. Algunas están mejor producidas que otras, y sin dudas las niñas pequeñas (“ay, qué bonitas”) y las llamas bebé (“ay, qué bonitas”) suman muchos puntos. Se negocia un precio, y entonces el turista puede disponer de la imagen de esas personas (en fin, puede disponer de esas personas) a su gusto: puede pedirles que se paren así y asá, que miren hacia la fuente o hacia la catedral o hacia el cielo o hacia el suelo, puede ponerse entre ellas y todos exclamarán: ¡whisky!

La otredad está institucionalmente al alcance de la mano.

La segunda instancia de la otredad supone una distancia crítica, un recelo, una mirada donde esa otredad se convierte justamente en “otredad”. Donde se entrecomilla, se vuelve concepto y gesto intelectual. Es posible ilustrarla con una ajustada observación del semiólogo italiano Umberto Eco: “El año pasado estuve en tierra de los dogon y le pregunté a un muchachito si era musulmán. Él me contestó, en francés, ‘no, soy animista’. Ahora bien, créanme, un animista no se define como animista si no obtuvo por lo menos un diploma en la École des Hautes Études de París, y por eso ese chico hablaba de su cultura tal como se la habían definido los antropólogos”.

La segunda instancia de la otredad presupone una mirada a la primera instancia de la otredad: se asigna un valor al modo en que ese “otro” es observado, aprehendido, y a la manera en que se presenta en el mercado cultural. Y si alguien tiene bien incorporada la palabra “otredad” en su vocabulario diario, es porque ha recorrido algún claustro y habla como hablan los antropólogos. De una manera más bien ramplona, al entrecomillar la “otredad”, se emite un juicio: al tomarse una fotografía con esas personas, al tratarlas como si fuesen parte del paisaje (una piedra, un árbol, una chola, una nube), se las está cosificando, convirtiendo en mercancías, objetos. Ya no son personas; son cosas.

En general la segunda instancia de la otredad implica una toma de distancia, explícita, respecto al uso turístico de cierto aspecto cultural. Si el primer caso está representado por el tipo que se fotografía con las cholas porque la mercancía y la diferencia le resultan indistinguibles, el segundo caso está representado por el tipo que jamás se fotografiaría con la chola, las cholitas, la llama y las llamitas pues hacerlo significaría perpetuar ese proceso de cosificación.

Este segundo proceso cognoscitivo (que es mi caso), aparte de tender al esnobismo y al etnocentrismo, a la pura mojigatería, se define por la falacia más corriente de las ciencias sociales: el baluarte de la autenticidad.

Lo que veo, al observar a la chola y a las cholitas exclamando “¡Teik mi a pikchur, míster!”, es algún tipo de autenticidad degradada por la industria cultural.

Y eso, además de ser etnocéntrico, soberbio y esnob, es ―conceptual y empíricamente― una falacia.

                            (Foto: M. Pisarro)

En el barrio de La Boca, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, se podría encontrar una buena clave para cambiar la mirada. No digo una tercera vía a la manera de Anthony Giddens, sino, más bien, alguna suerte de clausura hegeliana: una tercera instancia de la otredad.

Espacio netamente turístico, donde determinados rasgos culturales asumidos como propios se escenifican ante los visitantes, la zona que rodea a la calle Caminito está regada de personas que, al igual que las cholas cusqueñas, exclaman:

―¡Teik mi a pikchur, míster!

Hay gauchos, bailarinas de tango, malevos porteños y hasta algún que otro genovés trasnochado. Los turistas se acercan, negocian, se toman fotografías. Los bailarines de tango tienen particular éxito: se fotografían para un lado, para el otro, la pierna cruzada, la pierna por el aire, mirada seductora, todo eso.

Y uno entiende que estas personas están “actuado de”. Que, disfrazados de tangueros, malevos o gauchos, se hacen unos pesos escenificando algún tipo de alteridad, alguna clase de otredad. Uno no piensa, en Disneylandia, que pobre el Ratón Mickey, que está siendo cosificado por el capitalismo feroz y que se convirtió en una caricatura de sí mismo para insertarse en la modernidad. A lo sumo piensa en el pobre tipo metido adentro del traje y se le ocurre que tiene un trabajo de porquería, pero no le echa encima ninguna valoración etnocéntrica.

Acaso algo así podría decirse de las cholas, las cholitas, la llama y las llamitas de Cusco.

Aunque lleven una ropa muy similar a la que usan en sus vidas cotidianas, aunque acarreen los mismos animales que proveen de carne o lana, esas personas están interpretando una identidad asumida como representativa en un nivel donde la vida cotidiana empírica, y la puesta en escena de una vida cotidiana idealizada para el turismo, están claramente separadas. Sea tomándose fotografías porque se ignora esa separación, sea no tomándose fotografías porque se ignora esa misma separación, el resultado es que uno termina actuando con soberbia y condescendencia, termina convirtiendo a las otras personas en objetos de sus propios mapas mentales. Las cosifica, las convierte en cosas.

La tercera instancia de la otredad consistiría en asignarles a esas personas la capacidad intelectual de establecer una distancia entre sus vidas cotidianas y la representación de esas vidas cotidianas según las exigencias del mercado turístico internacional.

En eso pensaba la otra mañana, aburrido, inventándome una obligación para no trabajar. Al final conseguí el libro de Garcilaso de la Vega y comí un choclo en el Mercado Central. Luego comenzó a llover de nuevo.

Y llovió.

Y llovió todavía más.

Publicado por Marcelo Pisarro el 29/01/2010

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