lunes, 10 de junio de 2013


TIMERMAN


Por Graciela Mochkofsky

Original revista Puercoespín

Marzo 2013

“Timerman. El periodista que quiso ser parte del poder” fue publicado por primera vez en 2003. Se convirtió en un clásico del periodismo y la historiografía argentinas. Diez años más tarde, cuando su tema central, las complejas relaciones entre la prensa y el poder, es materia de uno de los debates públicos más ardientes y relevantes de la actualidad, vuelve a ser lanzado en edición corregida y aumentada. Lo que sigue es un fragmento del prólogo de esta nueva edición, que estará en la calle (en Argentina) a partir de este primer fin de semana de marzo de 2013.
Durante el otoño-invierno de 1998, la época en que lo visité en Punta de Este por última vez, Jacobo Timerman recibía cada mañana, excepto los domingos, a Eliana Vinitsky.

Tenían una rutina. Ella le hacía masajes y luego él pedía a Alma, su ama de llaves, que les sirviera el desayuno en la galería, mirando el jardín. Mientras desayunaban, él hablaba por teléfono con su hijo Héctor, que dirigía la revista trespuntos, o con una de sus editoras, e impresionaba a Eliana, cuarenta años más joven, con su autoridad.

La mayor parte del tiempo, Timerman sufría; Eliana también. Llevaba años trabajando como masajista, se había entrenado en Tailandia y tenía suficiente técnica como para enfrentar cualquier contractura o trauma físico. Pero la espalda de Timerman era una tabla de mármol, y por más que presionara con todo su cuerpo, con manos y codos, con todas sus fuerzas, jamás llegaba a percibir tejido blando alguno. Nunca había visto algo así. Era como templar el acero a mano.

Timerman aullaba de dolor. Cuando lo tocaba y cuando no lo tocaba. Su dolor era crónico, inmortal, irremediable. Su espalda era impenetrable, y hablaban sobre ella. Él lo atribuía a las secuelas de la tortura, a todo lo que le había pasado. Cargaba, se compadecía, con el sufrimiento de toda una vida.

Eliana pensaba soluciones y sugería nuevas ideas, pero no sólo chocaba contra ese muro de espalda sino también contra un escepticismo imbatible. Timerman le replicaba con sorna y palabras hirientes. Eliana se despedía de Alma con los ojos llenos de lágrimas; no estaba segura de volver. El ama de llaves la consolaba: nadie más había durado con él una semana; debía considerar un elogio que la siguiera llamando.

Timerman se fue un día de Punta del Este y Eliana se quedó con el recuerdo de esa batalla contra un pasado terrible.

También ella volvió a Buenos Aires, y el 11 de noviembre de 1999 se encontró con alguien que la retrotrajo a aquellas mañanas crueles. En esos días, a veces acompañaba a Timerman una amiga, una entrerriana simpática, a la que también había hecho masajes.

Fue azar. Eliana visitaba a su padre en el departamento de éste en Arenales y Pellegrini. Lo acompañó a la cochera, y allí se encontró a la entrerriana, que resultó vivir en el mismo edificio. Unas horas antes, le contó Eliana, sorprendida, al saludarla, había encontrado una vieja trespuntos que tenía a Timerman en la tapa (había publicado unos textos que, decía, eran parte de sus memorias). Conversaron un rato y Eliana le dejó su número de teléfono.

Dos horas después, recibió un llamado de su padre. ¿Se había enterado? En la radio decían que Timerman había muerto.

Al rato volvió a sonar el teléfono. Era la entrerriana. ¿Podía acompañarla al velatorio? Ella no había conocido a los hijos de Timerman y no se animaba a ir sola; además, no conocía Belgrano, donde lo velaban, y temía perderse.

Cuando la entrerriana pasó a buscarla, ya había anochecido. En la funeraria, esperaron a que dos hijos de Timerman y un rabino salieran de la pequeña sala y entraron calladamente. Una se ubicó al pie y la otra en la cabecera del cajón cerrado, y, por instinto, apoyaron las manos sobre él.

De inmediato se miraron, los ojos muy abiertos, para confirmar que la otra estaba sintiendo lo mismo: el cajón… temblaba.

Como si contuviera olas, pensó Eliana. Olas que golpeaban con una fuerza tal que el cajón iba a estallar.

Salieron en silencio. Se despidieron y nunca volvieron a verse.

(…)

Inicié la investigación en los últimos meses de 1997 (…)

Pero en los seis años siguientes, el tiempo exacto que medió hasta la aparición de Timerman, las condiciones profesionales del periodismo argentino y mi visión sobre él cambiaron dramáticamente. En esos seis años cubrí para La Nación la llegada al poder de la Alianza y del presidente Fernando de la Rúa, su decepcionante gobierno, su desastrosa caída y la fenomenal crisis subsecuente. Fueron años intensos de formación, en los que realicé, sin darme cuenta al comienzo, una doble operación: como cronista del diario, investigaba a los principales jugadores de la vida política y de la prensa que me eran contemporáneos mientras, como biógrafa, reconstruía la historia del juego mismo en el medio siglo precedente. Esto me dio, en momentos afortunados, una claridad que pocas veces uno consigue cuando está inmerso en la pura acción: la de conectar el pasado, el presente y el futuro del periodismo y del país.

En esos momentos, y pese a toda mi pasión por el oficio, entendía que había idealizado el periodismo; lo que yo creía que era, o debía ser, no se compadecía con lo que ocurría cada día. Una parte importante de mi trabajo cotidiano consistía en una pulseada no ya con aquellos que, desde el poder, querían impedir que trascendieran ciertas acciones y planes que mantenían ocultos —máxima central del oficio: «el periodismo consiste en revelar aquella verdad que alguien no quiere que se revele»—, sino con mis editores, que esperaban que mis artículos encajaran en la visión menos crítica del diario y que sopesaban la información según los intereses editoriales del momento. «Esto que escribiste —me dijo una noche un editor, con mi artículo del día todo subrayado en su escritorio— es impecable. Yo mismo confirmé con las fuentes que la información es verídica». Y agregó, terminante: «No lo vuelvas a hacer». Y otro día, para convencerme de que mi voz crítica caía pesada: «Tenés que ser capaz de ver un pájaro bello y describirlo». Le pedí que me avisara cuando un pájaro bello pasara por allí.

Así, mi trabajo consistía, tal como lo veía entonces, en una doble batalla: con las fuentes, para conseguir la información más veraz posible, y con los editores, para lograr que fuera publicada sin distorsiones. Estas distorsiones, cuando no la censura lisa y llana (que, para ser justa, no experimenté en forma directa, aunque sí retiré la firma de algunos artículos que habían sido modificados de un modo que no me convencía), tenían la función de acomodar la realidad a los intereses —económicos, políticos, ideológicos, lo que fuera— de la empresa dueña del diario en el que se trabajaba (y no me refiero sólo a La Nación). Pero, como buena parte de los periodistas que conozco, me negaba a considerarme una simple empleada y creía que dar batalla contra la posible distorsión introducida por los intereses de la empresa para la que trabajaba era una parte importante de mi responsabilidad. No veía esto como una contradicción, sino como la esencia misma de mi tarea.

Gané muchas batallas, perdí otras. En mi balance personal, llevaba más ganado que perdido, por lo que creía que todo valía la pena. O, en todo caso, encontraba en esa doble batalla una suerte de épica profesional.

Pero la crisis que acabó estallando en 2001 y arrasó con la clase política, el modelo económico entonces imperante, una buena porción de la clase media y mucho más, cobró su precio también a los medios y a los periodistas. Los diarios perdían avisadores drásticamente y, al tiempo que las deudas multimillonarias acumuladas durante su expansión de la década anterior se mantenían en dólares, sus menguados ingresos en pesos se redujeron en un tercio, en 2002, por la devaluación de la moneda. El que debía 100 millones de dólares por la moderna planta impresora conseguida en los años de riqueza seguía debiendo 100 millones de dólares; pero, por cada peso-dólar que antes obtenía de la publicidad privada y oficial y de las ventas, ahora sólo obtenía 30 centavos.

Los empresarios entraron en pánico. Ante la perspectiva de caer en la quiebra, o de ser comprados por sus acreedores, recurrieron al gobierno, a los bancos, a otros empresarios, y comenzaron negociaciones para «salvar» a los medios. Y por supuesto, no había que molestar a quienes se pedía ayuda. En las redacciones se cancelaron las investigaciones y la crítica, salvo contra quienes no tenían poder.

Para los periodistas que no nos habíamos vuelto cínicos fue una época deprimente.

Yo tenía, además, una aguda conciencia (que otros, por experiencia o análisis, sin duda debían tener, o deberían haber tenido) de que no se trataba de un escenario excepcional en la historia del periodismo argentino. El mismo ciclo había ocurrido antes, muchas veces, como el lector comprobará en este libro. Aunque un abismo parecía separar los años de Timerman de este presente —su época había sido aquella de la dominación militar del espacio político; ésta era la segunda década de democracia estable—, ciertos mecanismos y reacciones seguían funcionando del mismo modo, e incluso ciertos protagonistas eran los mismos.

Así, este libro, que había comenzado con una idea muy propia del periodismo argentino de los 90 —dominado por la investigación de casos de corrupción—, se convirtió en otra cosa. En origen, pretendía ser una biografía no autorizada que revelaría los aspectos oscuros de un hombre que exhibía una imagen heroica de sí mismo; hasta cierto punto, un exposé. Terminó, en cambio, siendo una biografía clásica —la vida entera, de comienzo a fin, de un hombre de larga e intensa vida—, un ensayo sobre historia argentina de la segunda mitad del siglo XX, y, sobre todo, una indagación sobre la relación entre la prensa y el poder.

(…)

Unos años después de la salida de Timerman y antes de la aparición de Pecado Original, me crucé en la puerta de un restaurante frecuentado por dirigentes kirchneristas con un columnista del diario Clarín y un operador político cercano al entonces presidente Néstor Kirchner. Todavía no había comenzado su guerra con Clarín. El columnista, a quien no veía hacía mucho tiempo, elogióTimerman (el libro) y condenó a Timerman (el hombre) como «el mayor hijo de puta» del periodismo argentino. El operador, que había sido periodista en su juventud, le retrucó, indignado: «¿El mayor hijo de puta? ¿Cómo podés decir eso, si vos trabajás para Magnetto?» Los dos hombres eran amigos, pero allí mismo, en la vereda, comenzó una dura discusión que anticipaba (aunque entonces no podíamos saberlo) las que se harían tan comunes a partir de 2008, y que darían lugar a rupturas permanentes en las que habían sido largas y estables relaciones de amistad. No se trata, para mí, de comparar moralmente a Timerman con Magnetto, lo que, a mi juicio, no permite extraer conclusiones útiles. Ambos han sido jugadores del mismo juego y ambos entendieron agudamente sus reglas y modos de funcionamiento. Timerman era un hombre brillante, a veces obnubilado por su propia brillantez. Pensaba que era más inteligente que los demás (y, en muchos casos, lo era) y que, montado en su astucia y audacia, superaría todo obstáculo y llegaría tan lejos como quisiera. Pero hay límites en ese juego que no quiso reconocer y, cuando intentó ir más allá, lo pagó caro. Su caída coincidió, no por casualidad, con el salto al primer plano de Clarín, que explotaría con gran éxito, bajo un formato más convencional, el mismo modelo de asociación con el poder. Magnetto era gris donde Timerman brillaba, pero llegó adonde éste no pudo: logró sentarse con presidentes e imponerles sus términos —al menos durante ciertos períodos—. De contador ignoto se convirtió en lí- der y accionista de un gran holding nacional. Pero también en su caso la ambición de ser parte del poder (quizá de una parte desproporcionada) se probó desmesurada.

Había un profundo equívoco en la relación de Magnetto (o de Clarín) con el poder político, un espejismo que Timerman también había sabido aprovechar a su modo: la idea de que el medio (revista, diario, radio, televisión), por su presunta influencia sobre un porcentaje de la opinión pública, puede exigir el pago de un tributo a la política y los avisadores —a los que se deja entender que arriesgan amargas consecuencias (nunca abiertamente admitidas) si ese tributo no llega. La tentación de convertir esta presunta influencia, real o ilusoria, en poder real, está contenida en el mismo modelo.

(…)

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