29 noviembre 2012
Escribe: Hernán A. Couturier Mariátegui *
I Primera parte
Muchos historiadores sostienen que las divergencias entre el Perú y Chile surgieron cuando, allá por la década de 1830, Diego Portales -político chileno que insufló y promovió la rivalidad geopolítica con el Perú por la supremacía en el Pacífico Sur- frustró el espíritu de concordia y cooperación que había caracterizado, hasta entonces, las relaciones entre ambos países. Buenos testimonios de esta armonía son la campaña emancipadora, en la que un importante contingente militar chileno, al mando de Bernardo O´Higgins, acompañó a las huestes argentinas de José de San Martín para liberar al Perú del yugo español, en 1821; así como los cordiales vínculos que fueron establecidos en los albores de nuestra vida independiente.
Sin embargo, hay quienes vislumbran retrospectivamente que la rivalidad y los sentimientos de resquemor de chilenos contra peruanos provienen de mucho más atrás, tan atrás que se remonta a la época de la Conquista y la lucha fratricida entre los mismos conquistadores, cuando “los de Chile” –como se les llamaba a Diego de Almagro y sus seguidores– vieron frustradas sus fantasías de riqueza y poder a causa del choque con una realidad austral que distaba mucho de parecerse siquiera al Imperio Incaico, recién conquistado por Francisco Pizarro, a quien no tuvieron empacho de asesinar en su propio palacio de Lima, nuestro Palacio de Gobierno.
Tampoco deberíamos soslayar el hecho histórico que durante el Incanato los generales cusqueños, temidos en los cuatro Suyos, jamás pudieron domeñar a mapuches y araucanos, quienes hasta ahora son paradigma vivo de altivez y rebeldía para dolor de cabeza de los gobiernos de Santiago.
Las doctrinas portalianas, empero, orientaron durante los siglos XIX y XX, y aún lo hacen a inicios del XXI, esa motivación de la nación chilena contra del Perú, como lo testimonian las campañas expedicionarias de su Ejército, con clara intervención armada en nuestros asuntos internos, al tentar con éxito la destrucción de la Confederación Perú-Boliviana en 1836 y 1839, objetivo geopolítico inicial y de primera magnitud en el proyecto portaliano de consolidar la naciente república chilena a través del menoscabo del Perú, de la expansión territorial hacia el norte y del ansiado predominio naval en el Pacífico Sur.
Este claro proyecto nacional chileno fue brevemente interrumpido por la guerra contra España, en los años 1864-66, en que Chile debió deponer sus designios de poder para, en alianza con el Perú, volver a derrotar los nuevos intentos de conquista de la vieja metrópoli colonial. La experiencia conjunta le sirvió a Chile para apreciar la gran utilidad de contar con un importante poderío naval, que le facilitara el predominio en el océano con fines bélicos y mercantiles.
En su progresión hacia el norte, en busca de nuevas tierras y recursos económicos, observamos cómo discurre la gradual concreción de los objetivos nacionales chilenos.
Así se explica la ocupación virtual de la Provincia Litoral de Bolivia y la consecuente Guerra del Pacífico contra los viejos aliados de la Confederación, quienes de manera asaz errónea pretendieron confiar su defensa en un tratado insubstancial que no contó con la aceptación argentina, por razones que posteriormente le redituaron un gran dividendo a la república del Plata cuando, en medio del conflicto tripartito, logró que Chile le cediera a regañadientes la Patagonia, cuyo territorio resultó siendo varias veces más grande que las conquistadas provincias peruanas de Tarapacá y Arica y la Provincia Litoral de Bolivia.
Esta constante agresión chilena contra dos naciones herederas del Incanato, que son sus vecinas, devino en tiempos de “paz” en actitudes soberbias y arrogantes que, además de materializar el despojo territorial y la imposición de condiciones, siempre pretendieron una superioridad inconducente y contraria al que debió ser un deseo compartido de verdadera paz y concordia.
En una reciente conferencia pública expresé que la Guerra del Pacífico, además de ser un hito determinante y emblemático para el reposicionamiento y la consolidación de las soberanías territoriales de sus protagonistas, significó el ascenso de Chile en términos geopolíticos y de poderío económico, al tiempo que deterioró el liderazgo que hasta entonces ejercía el Perú en nuestra región, afectó seriamente su potencial nacional, permitió la vecindad fronteriza entre el Perú y Chile y dio lugar a una etapa, entre la firma del Tratado de Ancón de 1883 y la del Tratado de Lima de 1929, que se caracterizó por una incesante lucha diplomática para recuperar Tacna y Arica, pero también por los recelos, enconos y desconfianzas que han marcado indeleblemente el talante y la atmósfera que, muy a nuestro pesar, singularizan la relación peruano-chilena signada por el antagonismo y muy poco por la cooperación.
Asimismo, sostuve que, habiendo transcurrido 130 años desde la conclusión de la Guerra del Pacífico, nos resistimos a creer que existe un determinismo vecinal inmutable de carácter conflictivo, pues preferimos pensar que, en la confrontación de las concepciones geopolíticas de Bernardo O’Higgins y de Diego Portales y sus seguidores, habrá de prevalecer en Chile la razón eficiente del primero, con su prédica y con su ejemplo de cooperación, asistencia e integración entre nuestros pueblos y naciones.
En este contexto difuso, contradictorio y marcado por la suspicacia entre nuestras naciones, no obstante, ocurre un acontecimiento de repercusión histórica que habría de marcar un punto de quiebre en el desarrollo del Derecho Internacional y particularmente en la gestación del nuevo Derecho del Mar.
Al término de la II Guerra Mundial, tres pequeños países del Pacífico sudamericano –Perú, Chile y Ecuador– deciden, a partir de 1947, dar un paso inconmensurable en la defensa de sus intereses comunes concernidos en las aguas y los fondos marinos del segmento del Océano Pacífico que les corresponde.
Cada uno, por cuerda separada, proclama a la comunidad internacional que ha decidido extender su soberanía y jurisdicción en su dominio marítimo hasta las 200 millas del mar adyacente a sus costas. De esta inusitada ocurrencia y sus secuelas nos ocuparemos en el próximo artículo.
Como signo de los nuevos tiempos, el presidente norteamericano Harry Truman promulgó, en septiembre de 1945, dos proclamas novedosas.
Una estaba referida a los derechos de jurisdicción y control de los EE.UU. sobre los recursos naturales de su plataforma continental bajo el alta mar, y la otra concernía la reglamentación y control, con fines de conservación y derechos de pesca, de los recursos ictiológicos en zonas del alta mar adyacente a sus costas.
Esas proclamas, sin embargo, no llegaban a establecer extensiones ni límites que excedieran las tres millas clásicas del mar territorial conocido hasta entonces.
Esta iniciativa unilateral del gobierno estadounidense provocó una reacción en cadena.
En los meses siguientes, México, Argentina, Brasil, Panamá, y luego Chile y el Perú, decretaron su soberanía y jurisdicción sobre el zócalo continental y el mar adyacente a sus costas, sin duda más allá de las tres millas susodichas.
En el Perú, la preocupación por el mar y sus recursos, aunque fuera incipiente y poco efectiva, no había estado ausente durante el siglo XIX.
Los gobiernos de Gamarra (1840) y Castilla (1850 y siguientes) llegaron a promulgar dispositivos legales para proteger los recursos marinos y beneficiar a la embrionaria pesquería nacional.
No obstante, antes y después de la II Guerra Mundial, se verificó en las costas del Perú y Chile una verdadera invasión de flotas pesqueras y balleneras foráneas que depredaron sin medida los recursos del Pacífico Sur.
Es así que se produce una reacción entre los empresarios del sector en ambos países, quienes persuaden a sus gobiernos sobre la dación de dispositivos legales que protejan nuestros recursos de la acción depredadora de dichas flotas.
En junio de 1947, el presidente chileno Gabriel Gonzales Videla proclamó la soberanía nacional sobre todo el zócalo continental adyacente a las costas continentales e insulares, así como sobre los mares adyacentes a sus costas, cualquiera fuese su profundidad, reivindicando la protección, conservación y aprovechamiento de todas sus riquezas naturales hasta las 200 millas.
Un mes después, el 1 de agosto de 1947, el presidente José Luis Bustamante y Rivero decretó, a instancias de su canciller Enrique García Sayán, la soberanía y jurisdicción sobre la plataforma submarina o zócalo continental e insular, así como sobre el mar adyacente a las costas del territorio nacional, cualquiera fuese su profundidad, con fines de reservar, proteger, conservar y utilizar sus recursos y riquezas naturales.
El gobierno peruano declara que ejercerá control y protección sobre el mar adyacente hasta las 200 millas de sus costas.
En ambos casos, los respectivos gobiernos garantizaron que con estas declaraciones no pretendían afectar los derechos de libre navegación conforme al Derecho Internacional, dando a entender que la ampliación de dichas aguas jurisdiccionales no era de carácter territorial.
La acción coincidente, aunque individual, del Perú y Chile provocó posteriormente la adhesión del Ecuador, con quien se adoptó, el 18 de agosto de 1952, la Declaración de Santiago sobre Zona Marítima.
En ella, los tres países proclaman la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el mar que baña las costas de sus respectivos territorios, hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas.
La Declaración incluye, también, el reconocimiento al paso inocente e inofensivo de las naves de todas las naciones a través del nuevo dominio marítimo de los tres Estados sudamericanos.
Cabe anotar que esta Declaración, que no cumple ni tiene la formalidad de un tratado y menos aún la de un tratado de límites, solo se refiere –a pedido del Ecuador– a la delimitación del contorno de 200 millas de una isla o grupo de islas, contorno que no podrá sobrepasar o intersectar la zona marítima del país vecino, situación que solo ocurre entre el Perú y Ecuador por la existencia de la islas ecuatorianas de Santa Clara, Puná y La Plata.
Como sabemos, no hay islas en la zona fronteriza peruano-chilena.
El 4 de diciembre de 1954, en Lima, los tres países del Pacífico Sur suscriben el Convenio sobre Zona Especial Marítima Fronteriza, el cual tiene el propósito central de crear dos zonas de tolerancia pesquera entre Ecuador y el Perú, y entre el Perú y Chile.
Estas tendrán una anchura cada una de 20 millas, a fin de evitar incidentes y la aplicación de sanciones a los pescadores que incursionan inadvertidamente en el dominio marítimo del país vecino, tomando como referencia práctica y provisional el paralelo que pasa por el punto de la frontera terrestre que llega a la costa.
Como es sabido, son estos dos instrumentos el fundamento primordial de la argumentación jurídica chilena en favor de la existencia convencional de un presunto límite marítimo entre nuestros dos países.
Chile adicionalmente sostiene que su posición también se basa en la costumbre, esto es el comportamiento o los actos propios observados por el Perú a lo largo de los años, en supuesto acatamiento de dicha frontera marítima fijada arbitrariamente a lo largo del paralelo.
Olvida nuestro vecino que también son actos propios, que le corresponden, la tardía ratificación de este convenio trece años después de su firma, así como su registro en Naciones Unidas en 2004, cincuenta años después de la misma.
Coincidentemente, recién en 1969 Chile comienza a considerar el carácter delimitatorio de ambos documentos, luego de un amplio debate interno entre sus juristas y diplomáticos que tenían serias dudas al respecto.
Es con la llegada abrupta al poder del general Pinochet que se fortalece perentoriamente la tesis de la Marina chilena, que considera absolutamente cerrado el capítulo de la delimitación marítima con el Perú.
Gravitan en esta posición los beneficios económicos y estratégicos que le reporta a Chile el usufructo indebido e injusto de casi 38,000 kilómetros cuadrados que le pertenecen al Perú, de acuerdo a la línea media, equidistante o bisectriz que prescribe la Convención de Derecho del Mar de 1982 y el nuevo Derecho Internacional de la Delimitación Marítima.
A lo largo de las tres décadas posteriores ha sido renovado y persistente el quehacer de la Cancillería para defender los intereses del país en este contencioso, que muchos esperamos sea el último tramo del largo camino hacia la consolidación política y jurídica de nuestro territorio.
III Tercera parte
Luego de tres conferencias ad hoc de NN.UU., en 1982 se aprueba finalmente en Jamaica la Convención sobre Derecho del Mar (Convemar), la cual es abierta a la firma de todos los países.
De primera intención, 119 Estados la suscriben, entre los cuales no están el Perú ni Chile ni Ecuador.
¿Cómo era posible que no lo hicieran los tres grandes propulsores sudamericanos de las 200 millas y defensores del nuevo Derecho del Mar en el seno de dichas conferencias?
Cada quien tuvo sus razones.
En el caso del Perú, fue producto de una confusa situación derivada de una interpretación errónea de los alcances de la Convemar respecto del mar territorial de 12 millas y la zona económica exclusiva de 188 millas, confusión que inhibió al presidente Fernando Belaunde de aprobar su firma, situación que hasta ahora subsiste.
En la Cancillería peruana esta decisión causó desaliento y preocupación, habida cuenta de la muy importante contribución de los delegados peruanos a la consecución de la Convemar.
Entre ellos, sin duda, destacaron los embajadores Juan Miguel Bákula y Alfonso Arias Schreiber, verdaderos artífices de la misma.
No obstante la singular posición de los tres países, algunas disposiciones consagradas por la Convemar alcanzaron especial relieve.
En particular destacaron las normas para la delimitación de los espacios marítimos de países vecinos y contiguos.
Ya, desde la década de los 70, se habían escuchado en el Perú opiniones llamando la atención sobre la anómala situación de la frontera marítima con Chile, no delimitada formalmente por tratado alguno y bajo un régimen provisorio de carácter pesquero establecido por la Declaración de Santiago de 1952 y la Convención sobre Zona Especial Fronteriza Marítima de 1954.
Este régimen, en la práctica, se orienta por los paralelos geográficos supuestamente hasta las 200 millas, a pesar de que no existía delimitación en la historia conocida que excediera las 3 millas del mar territorial, vigente en ese entonces.
Chile, sin embargo, pretendía ejercer su soberanía marítima hasta el paralelo que pasaba por el punto Concordia, terminus en el mar de la frontera terrestre establecida por el Tratado de Lima de 1929 y la Comisión Mixta de Límites de 1930 integrada por los delegados Federico Basadre (Perú) y Enrique Brieba (Chile).
Los delegados peruanos que atendieron las Conferencias de Mar de NN.UU. en los años 70 y 80, conscientes del problema delimitatorio, procuraron incorporar al texto de la Convemar disposiciones que sirvieran de manera justa y equitativa al propósito de delimitar, en particular, los dominios marítimos del Perú y Chile, habida cuenta que en el caso con Ecuador, por la existencia de islas ecuatorianas y la imposibilidad de cerrar el acceso al Golfo de Guayaquil, la delimitación debía seguir la línea del paralelo.
Cuando en 1982 se aprueba la Convemar, con las normas de delimitación conocidas como línea media, equidistante o bisectriz, se abre una insoslayable oportunidad de plantear la cuestión de la ausencia de frontera marítima definitiva con Chile, mediante negociaciones diplomáticas, evitando así cualquier confrontación inconducente que hubiese supuesto desafiar, en el terreno, la soberanía de facto que Chile ejercía, y aún ejerce, en la zona marítima en disputa.
Hasta entonces, en los gobiernos chilenos, como en los del Perú, salvo determinados sectores, no existía una conciencia clara de la cuestión de los límites marítimos.
Sin duda que esas excepciones eran la Cancillería peruana y la Marina chilena.
Es así como, tan pronto concluye el mandato del presidente Fernando Belaunde en 1985, Allan Wagner, canciller del nuevo gobierno, sostiene conversaciones alusivas a la frontera marítima con su homólogo chileno, el canciller Jaime del Valle, en el curso de una primera visita de acercamiento de nuestro ministro a Arica desde la Guerra del Pacífico.
En seguimiento de ellas, viaja a Santiago el embajador Juan Miguel Bákula, quien, de manera oral y luego escrita, el 23.05.1986, plantea oficialmente al canciller chileno la necesidad de iniciar negociaciones conducentes a la delimitación formal y definitiva de sus respectivos dominios marítimos.
El 19.06.1986, la Cancillería chilena emitió un comunicado de prensa en el que, entre otras cosas, expresó que el ministro Jaime del Valle, “teniendo en consideración las buenas relaciones existentes entre ambos países, tomó nota de lo anterior manifestando que oportunamente se harán estudios sobre el particular”.
Esta admisión chilena del tema marítimo en la agenda bilateral fue, de acuerdo con los trascendidos de la época, causal del término inopinado de Jaime del Valle como canciller de Chile, posiblemente a instancias de su Marina e incluso de una decisión del dictador chileno Augusto Pinochet, motivada por su visión extrema de considerar como casus belli cualquier posibilidad de reabrir la delimitación marítima. Para él, la delimitación había quedado firme y sellada con los documentos de 1952 y 1954.
Después, el enfriamiento de las relaciones como consecuencia del voto peruano en contra de Chile en la Comisión de Derechos Humanos de NN.UU., así como de la frustración de las negociaciones sobre las cláusulas pendientes del Tratado de Lima de 1929, perduró en los años siguientes.
Durante el decenio del presidente Alberto Fujimori, quien tenía sus prioridades, el tema fue encarpetado, en tanto se procuraba concluir la negociación sobre la entrega al Perú del muelle de Arica y sus obras conexas, pendientes desde 1929.
En el año 2000, sin embargo, en la Cancillería peruana se trabajaba intensamente para cuando se presentara la oportunidad de retomar el caso, pues la definitiva delimitación marítima con Chile constituía una firme aspiración institucional del Servicio Diplomático, interpretando así la opinión predominante de amplios sectores nacionales que, además de considerar que los documentos de 1952 y 1954 no eran tratados que hubiesen fijado la delimitación marítima, ven como sumamente injusta e indebida para el Perú la repartija provisional del espacio marítimo fronterizo, que le significa la pérdida de 68,000 km2.
Con el propósito de alcanzar un entendimiento satisfactorio con Chile, en diversas ocasiones se le plantea, sin éxito, ir a la mesa de negociaciones.
Ante su sistemática negativa, se ve por conveniente dar los pasos indispensables que habrían de conducir a la demanda del Perú ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya.
Los cancilleres Allan Wagner y Manuel Rodríguez, y el vicecanciller Luis Solari Tudela, implementan los planes proyectados, siendo este último quien recomienda aplicar el Pacto de Bogotá de 1948, vinculante para el Perú y Chile, el cual hace obligatoria la jurisdicción de la Corte de La Haya.
Solari también, en la reunión bilateral de vicecancilleres, celebrada en Santiago el 16.03.2004, plantea por primera vez a Chile la posibilidad de recurrir a la Corte Internacional de Justicia para superar el diferendo marítimo.
Adicionalmente, la Cancillería envía la Convemar al Congreso para considerar su adhesión.
Se promulga entonces la Ley de Líneas de Base Recta y, luego de algunos años, se firma en 2011 el tratado definitivo de delimitación marítima con Ecuador.
No sin dudas iniciales, corresponde al segundo gobierno del presidente Alan García adoptar la importante decisión de interponer la demanda del caso ante el tribunal de La Haya, en seguimiento de una política de Estado. (Por: Hernán A. Couturier Mariátegui*)
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* “Diplomático de carrera. Politicólogo, profesor y analista de relaciones internacionales. Embajador en Zimbabwe, Canadá, Bolivia, Brasil y Reino Unido. Representante alterno en NN.UU.
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