¿Por qué no se ha escrito todavía la gran crónica de la tragedia de Uchuraccay del 26 de Enero de 1983? ¿Acaso no han transcurrido años suficientes como para tomar distancia y narrarla con esfuerzo de objetividad? Parece que estos 24 años no son bastantes y que será necesario que se extinga toda una generación de los involucrados, esto es, periodistas, familiares, militares, campesinos, etc.
Muchos periodistas extranjeros se han sorprendido de no encontrar un buen texto sobre el caso que conmovió a la opinión mundial. Ocho periodistas asesinados en los Andes peruanos es aparentemente una historia que se escribe sola. Pero no ha sido así.
Que sepamos, solo hay una crónica sobre el tema y fue escrita por el conocido y hoy polifacético José María “Chema” Salcedo. Hay otro libro, de fotos, editado y publicado por Guillermo Thorndike en 1983 y titulado “Uchuraccay. Testimonio de una masacre”. Reúne fotos de una docena de reporteros. El conocido periodista se limitó a redactar las leyendas o pie de fotos.
Hay también una buena recopilación de artículos de periódicos que fueron organizados y publicados por el poeta y periodista Juan Cristóbal (seudónimo de José Pardo del Arco). El libro “Uchuraccay o el rostro de la barbarie”, fue editado por el autor en el 2003. También es difícil ubicarlos en librerías.
El texto de Salcedo se titula “Las tumbas de Uchuraccay” y compruebo que es una rareza bibliográfica pues no está en Bibliotecas locales y tampoco se consigue para comprar. Para alivio académico añadiré que lo veo en el catálogo de la Biblioteca del Congreso de los EE.UU.
José María Salcedo era director del ya histórico Diario Marka en 1983. El periódico era un denodado esfuerzo de la izquierda por reunir talentos, dinero y espíritu de unidad para editar el diario (toda una historia que se merece una buena crónica). Y su aparición en las calles casi coincidió con el inicio de acciones armadas de Sendero Luminoso, que le abría así un frente no imaginado a la izquierda.
El Diario Marka se proclamó antisenderista y cubrió con corresponsales y enviados especiales los sucesos de Ayacucho. Fue así como murieron tres de sus periodistas (de la Piniella, Sánchez, Infante).
Salcedo estuvo entre los que viajaron el domingo 30 de enero a Ayacucho para el penoso trámite de traer los cadáveres a Lima y comenzó a recopilar el material para la crónica que publicaría un año más tarde, cuando ya no era director del Diario Marka.
Para contar la historia eligió la técnica del narrador externo, describiendo a “José María Salcedo” y sus indagaciones. Aparecen como personajes centrales los periodistas asesinados, el general Noel Moral, el corresponsal Luis Morales y muchos otros; se cuenta historias de periodistas y de periódicos y recoge medio centenar de testimonios que incorpora a la crónica.
Pero sobre todo, y es explicable en el contexto, recoge y defiende la versión de que hubo extraños (“Sinchis” de la policía) en Uchuraccay que si no fueron los asesinos por lo menos alentaron a los comuneros. Contradijo así a la Comisión Vargas Llosa.
Hacia el 90 se conocía que el periodista norteamericano Phil Bennet estaba trabajando el tema y que pronto publicaría el libro que todos aguardaban porque quizá una voz externa era lo mejor. Pero el colega abandonó el proyecto, no sabemos porqué, luego de recaudar enorme y muy valiosa información.
“Caretas” reveló que ladrones se metieron en su casa en 1991 y le robaron la computadora donde guardaba sus informes. Algo pudo reconstruir pero parece que no lo suficiente para redactar el texto esperado. Phil Bennet ya no está en el Perú –que sepamos.
La semilla de la tragedia
El drama de Uchuraccay se inició mucho antes de la fatídica fecha que conmemoramos y podría fecharse entre julio y agosto de 1981 en que militantes de Sendero llegaron a la comunidad y a otras vecinas para organizar bases de apoyo.
Al año siguiente, 1982, la confrontación con los senderistas fue tan aguda que Uchuraccay expulsó a militantes que querían establecer allí una “Escuela Popular de Mujeres” y poco después el alcalde, Alejandro Huamán, quemó públicamente una bandera roja que Sendero había colocado en un cerro vecino.
Fue su sentencia de muerte porque a los pocos días fue asesinado por los senderistas.
A una hora de camino, en Huaychao, se vivía una problema similar pues Sendero asesinó al presidente y al teniente gobernador de la comunidad.
Al iniciarse 1983 se acentuó el drama. En varios poblados de Huanta, incluyendo Uchuraccay, los comuneros –alentados por los militares- mataron a por lo menos treinta senderistas y provocaron así elogios desmedidos del ejército y del gobierno, incluyendo al propio Presidente Belaúnde.
Por eso, el 22 de enero, los comuneros de Huaychao avisaron, gozosos, que habían ultimado a siete senderistas en una matanza cruel, a pedradas y cuchilladas. Leamos la reconstrucción de los antropólogos La Serna y Berrocal que llegaron a la comunidad más de veinte años después y encontraron sobrevivientes testigos y actores del crimen:
“Los comuneros de Huaychao y Macabama salieron a saludar a los guerrilleros, y los guiaron a su sala de asamblea… Apenas reunidos, los comuneros escucharon sus discursos que invitaban a alterar la estructura de la organización comunal, sus interrelaciones familiares y luego, calmadamente, se acercaron a los senderistas, sacaron las hachas, cuchillos y piedras que habían escondido bajo sus ponchos y los aporrearon hasta sucumbirlos”.
Los periodistas Gustavo Gorriti y Oscar Medrano de “Caretas” fueron testigos privilegiados de la tragedia pues llegaron a Huaychao en un helicóptero del ejército pocas horas después y enviaron prontamente textos y fotos que la revista publicaría como primicia ante el regocijo gubernamental.
Comentado el sangriento evento, el jefe militar Clemente Noel Moral declaró: “Hay una respuesta muy significativa del pueblo ayacuchano en desterrar el terrorismo. Con esta acción (se refería a las masacres de Macabamba y Huaychao) los hombres y mujeres están demostrando coraje y virilidad para no continuar siendo mancillados por un pequeño grupo de ideas descabelladas”.
El entusiasmo llegó hasta el diario El Comercio que el mismo día 26 de enero dijo en un editorial titulado “El pueblo se defiende”:
“Dos comunidades campesinas, entrañas vivas de la nacionalidad, han dado al país un ejemplo de viril certidumbre en la defensa de los derechos humanos y de sus derechos… el pueblo peruano es el de Huaychao y Uchuraccay. No se somete a delincuentes… lo que hace el pueblo con esa gente es darle su merecido. Para liberarse de su amenaza y para salvar al país de esa vergüenza”. (26.1.83. p. A-2).
La zona completa supo pronto de las muertes y de los elogios y recompensas a los ejecutores pues la noticia voló de pueblo en pueblo, incluyendo naturalmente a la comunidad de Uchuraccay que era ciertamente pobre y atrasada pero nada de primitiva como se hizo creer después.
El hecho es que la semilla de la violencia había sido sembrada y los comuneros colocaron vigías en los cerros que, premunidos de pitos, debían avisar si venían extraños. La consigna militar era: “Los amigos vienen por aire, los enemigos vienen a pie… a estos hay que matarlos”.
Esos “extraños” resultaron ser los periodistas que subían trabajosamente hacia Uchuraccay, esperando descansar un rato para luego seguir a Huaychao, el lugar de la masacre, donde esperaban confirmar varias informaciones.
¿Qué buscaban esos periodistas?
El penoso viaje de los ocho periodistas a las alturas de Uchuraccay ha sido descrito con detalle. Dónde pararon, qué comieron, el soroche de Sedano, el malestar de Chávez.
Pero muy poco sabemos del motivo real de la excursión, las razones por las que todo un equipo de corresponsales limeños poco preparados decidió afrontar un viaje que se sabía largo, difícil y, sobre todo, peligroso.
Todos estaban informados de que los feroces “Sinchis” de la policía hormigueaban en la zona, que Sendero anunciaba la guerra a los campesinos que habían matado a sus militantes, que la extrema tensión casi podía respirarse. Y a pesar de todo, decidieron el viaje.
Se afirma que el motivo fue llegar hasta Huaychao para comprobar razones y veracidad de los rumores de ejecuciones que Gustavo Gorriti y Oscar Medrano documentarían después para Caretas. Ambos llegaron a Ayacucho cuando los reporteros salían del Hostal Santa Rosa. Ni unos ni otros sabían de sus actividades. Y lograron lugar en el helicóptero para Huaychao al día siguiente, el 27. Constataron la matanza y regresaron a Ayacucho en la noche.
Pero ¿esto justificaba la temeraria excursión?
No tengo dudas de que esos magníficos periodistas se movilizaron por razones mayores, en búsqueda de noticias más importantes que la constatación de la masacre de Huaychao. José María Salcedo, por ejemplo, recoge la especulación de que los cadáveres de esa comunidad eran de niños y que mataron a los periodistas para impedir que llegaran a esa comunidad, siendo interceptados antes (“Las tumbas de Uchuraccay”, p. 189).
Pero hay otra hipótesis que nos parece verosímil: es probable que en Ayacucho hubieran hecho contacto con militantes senderistas y esperaban encontrar a sus mandos para hacer entrevistas, fotos. Sería una primicia mundial, un notición, pues hasta entonces Sendero era solamente un conjunto de fantasmas y de cadáveres que el Gobierno afirmaba que eran subversivos.
Aparentemente tenían como contacto al guía Juan Argumedo, a quien los comuneros de Uchuraccay reconocerían como antiguo senderista y lo asesinarían poco después de los propios periodistas.
Luego de conocer la matanza de presuntos senderistas en Huaychao, la comunidad de Uchuraccay entró en extrema tensión, temerosa de que en cualquier momento incursionaran las vengativas huestes senderistas. Dormían en agujeros en los cerros, velaban hasta el amanecer, vigilantes de cualquier movimiento, detenían a viajeros y se calmaban bebiendo cañazo del peor.
El 26 de enero en la tarde había una reunión en la casa de Fortunato Gavilán, el teniente gobernador. Las botellas volaban de boca en boca porque el día anterior habían celebrado un cumpleaños y el festejo tenía para rato.
“¡Ya están viniendo, los terroristas están viniendo!” gritó alguien y todos salieron corriendo hacia el cerro Wachwaqasa a atajar al grupo que se acercaba despacio, con las manos en alto, quizá agitando un trapo blanco.
El antropólogo Ponciano del Pino reconstruyó la escena a base de numerosos testimonios:
“Los acorralaron a los pocos minutos, mientras otros corrían persiguiendo al guía que los había dejado en la cumbre del pueblo. En actitud bélica, los campesinos portaban palos, hachas, piedras y lazos. Los periodistas estaban temblando. “No podían hablar” es como recuerda uno de los campesinos que entrevisté. No había comunicación. Era un diálogo de sordos…”.
No escucharon a los que hablaban quechua, todos gritaban a la vez y finalmente les indicaron que bajaran hacia el pueblo… “una de las autoridades dudó y dio la orden de matarlos”.
Una treintena de hombres y mujeres, adultos y jóvenes atacaron ferozmente a los periodistas con palos, piedras, hachazos, golpes hasta hacerlos caer para rematarlos con crueldad.
Luego los desnudaron, robaron sus ropas y pertenencias y los enterraron superficialmente porque debían mostrarlos, como los de Huaychao. Y volvieron a beber, contentos de haber matado a los ocho “senderistas” y sin imaginar no solo que habían cometido un terrible error sino que habían asegurado su propia sentencia de muerte.
Porque en los próximos meses todos los verdugos de Uchuraccay serían asesinados, hasta un total de 137 de un población total de 400 comuneros. Repito: 137.
Los han matado a todos......
-“¿Los han matado a todos? Pero… ¡esos eran periodistas!” dicen que exclamó el joven teniente de la Marina Ismael Bravo, cuando escuchó estremecido y hasta incrédulo el relato de los campesinos. La patrulla de infantes y sinchis que comandaba había llegado al lugar del drama el 28 de enero para comprobar los avisos de mensajeros.
Asustados, comenzaron las recriminaciones, las acusaciones, los preparativos para escapar –como en el caso del gobernador Fortunato Gavilán, el primero en huir.
El oficial usó el radio, avisaron al general Noel Moral, éste a su Comando y la noticia llegó hasta el propio Presidente Belaúnde que llamó a sus jefes de Inteligencia para plantearles la interrogante: “Y ahora ¿qué hacemos?”.
Tomaron decisiones rápidas. “Hay que decir que esos campesinos, ignorantes y primitivos, que no hablan castellano los mataron porque llevaban una bandera roja. Todos deben sostener la misma versión”.
Y así fue. El discurso a que se aferraron se resume así: “Somos ignorantes, no sabemos, traían bandera roja… los jefes nos dijeron que matáramos a los que venían a pie”.
Luego siguió un verdadero huayco de acusaciones y reclamos. Esa debe haber sido la sensación de los comuneros de Uchuraccay cuando les cayeron como una avalancha más militares, periodistas, familiares y luego hasta una Comisión presidida por Mario Vargas Llosa, el escritor más famoso del Perú.
Escudados en su idioma, juramentando solidaridad, soportaron el chubasco de preguntas y hasta se dieron el lujo de atemorizar a la Comisión cuando comenzaron a ser cercados por las evidencias. Quizá pensaron que su crimen quedaría impune.
Pero semanas más tarde, quedaron solos. El problema se trasladó a Ayacucho, al juicio y el debate periodístico y los militares se desentendieron de Uchuraccay.
Quizá alguien dijo, a la peruana: “Bueno pues, que se jodan”.
Sendero Luminoso esperó con paciencia hasta la víspera de la fiesta del Espíritu Santo, el 20 de mayo, y esa noche arrastraron fuera de sus casas a veinte uchuraccaínos, buscándolos con una lista. Luego los asesinaron. Lo mismo hicieron el 16 de julio cuando llegaron nuevamente, siempre con una relación de nombres para matar a otros veinte.
El terror era ya general y los llamados de protección a las autoridades eran inútiles. La medianoche de Navidad los senderistas ingresaron tranquilamente al poblado y ultimaron a otros ocho.
Y así, semana tras semana, fueron siendo ubicados los participantes de la tragedia y asesinados. Probablemente el último fue Fortunato Gavilàn, encontrado cerca de la selva con un cartel en el pecho destrozado y que decía “Así mueren los perros traidores”. El número total de muertes fue, como dijimos de 137, adjudicados a Sendero, pero es muy probable que militares participaran en la eliminación de testigos molestos.
Cuando el juicio pasó a Lima, Uchuraccay ya era un pueblo fantasma donde nadie quería vivir. Los comuneros vecinos les habían robado el ganado, saqueado su casas y, sobre todo, repudiado hasta el punto de que nadie quería decir que provenía de Uchuraccay.
En 1987 un Tribunal Especial condenó a tres comuneros a prisión por el crimen.
Uno murió en la cárcel y los otros salieron relativamente pronto y desaparecieron.
¿Y el pueblo? En 1993 una veintena de familias se animó a regresar bajo la protección del Consejo Evangélico y, lentamente, la vida volvió a la Comunidad que reconstruyó sus casas en otro lugar y hoy se dedica a tejidos de exportación. Es casi próspera.
Pero el proceso Uchuraccay sigue abierto en el Sétimo Juzgado de Procesos en Reserva de Lima porque hay acusados no habidos y la justicia no puede hacer desaparecer un caso tan sobresaliente.
Los campesinos asesinos o cómplices resultaron ser, al final, la parte más frágil del conflicto y pagaron con la vida su trágica equivocación. Porque los verdaderos responsables –civiles y militares- fueron protegidos, encubiertos y se libraron de todo castigo. Fue, una vez más, el triunfo de la impunidad.
FIN
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