jueves, 13 de enero de 2011


De escritores y suicidas


La vida es esa maravillosa experiencia creada por Dios. Recreada por algún Dios, para los que aun dudan de la existencia de un creador. Pero para algunos resulta una carga muy pesada. Un lastre que no distingue posición ni ubicación en las categorías supuestamente más felices; que atormenta a quienes se sienten incomprendidos.

Los psiquiatras opinan que para el infeliz la soledad es una permanente compañera, así el individuo este rodeado de gente. Esa tenue melancolía, sin motivación alguna,  atormenta, muchas veces inconscientemente, a los que perciben la vida como una eterna  letanía.

Para llegar a ese estado, seguramente, algo o mucho ha debido suceder para que esa mente se sienta atormentada por vacios y carencias.

El permanente afán de Jaime Bayly  por tirar al tacho su relación con el mundo, no hace sino corroborar la tesis  de que el depresivo es un “taliban” enfurecido consigo  mismo, capaz de inmolarse con tal de acallar con el pasado que lo persigue. Su caso debe ser desentrañado con la ayuda de quienes dicen amarlo y de un buen psiquiatra.

El propio Mario Vargas Llosa, desde otro punto de vista, ha justificado la muerte cuando la vida se convierte en un suplicio. Abogó en el pasado por el médico estadounidense que ayudo a suicidarse a enfermos terminales que suplicaron su ayuda.

Entonces, esta tendencia, de un desprecio a la vida cuando ésta se convierte en una experiencia  tormentosa, pareciera una corriente filosófica entre los escritores, esos elucubradores que requieren de lozanía y un aparente estado de felicidad permanente para producir y disipar sus mentes de historias y fábulas.

José María Arguedas es un caso latente en este año que se cumplen cien años de su nacimiento. “Mis fuerzas han declinado creo irremediablemente” alcanzó a escribir el gran escritor en lo que se constituyó en un grito final de auxilio que nadie supo oír.

Justamente, esas señales de alerta que lanzan aquellos que tienen el cerebro químicamente desbalanceado, y el alma depredada por el hastío y la insoslayable soledad, casi nunca son reconocidas por su entorno. Más aun, contribuyen, sin proponérselo, a que la víctima se hunda de tumbo en tumbo en un abismo sin retorno.


La pregunta flota: cómo recuperar la ilusión de vivir en aquellos que muestran un desdén por su existencia y que amenazan,entre líneas, no acompañarnos más; cómo descubrir esa tendencia suicida en quienes ni siquiera perciben que tienen ese virus incrustado en el alma. Un reto que tenemos para salvar a algunos de nuestros mejores escribidores e, incluso, a aquellos seres queridos que  se apartan del diario trajinar para zambullirse en un sendero de autodestrucción.

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